Un Lugar En El Medio

16:58, ayer

En The Mousehole, las sillas rechinaban más que los clientes, y el aceite tenía memoria. El nombre real —"The Moorhouse Grill"— figuraba únicamente en los menús plastificados y en la licencia municipal que colgaba, torcida, detrás de la caja. Todos los demás lo llamaban The Mousehole desde aquella noche famosa en que un ratón cruzó la cocina en plena cena, y el dueño original, un exmilitar con el bigote de hierro, lo aplastó con una sartén mientras gritaba "¡DEFENSAAAAA!", con la intensidad de alguien combatiendo desde una trinchera.

Dai juraba que ese día debería conmemorarse con un mural.

—Este lugar debería ser patrimonio del pueblo —declaró ella, sorbiendo los restos de su batido con un ruido que hizo temblar la salsera del otro extremo de la mesa.

—Debería ser clausurado por violar todos los códigos de salubridad conocidos —replicó Elijah, empujándole unas servilletas manchadas de kétchup.

—Eso es parte de su encanto. ¿Te imaginas comer aquí sin riesgo de salmonela? ¡Qué aburrido!

La tarde tenía esa luz rara y hermosa de los días que no quieren irse del todo. Ni el viento ni el sol parecían tener prisa. Salieron del local como salían siempre: sin hacer ruido, sin pagar con tarjeta, y sin rumbo claro. Elijah llevaba algo apretado contra el pecho: un sobre marrón arrugado, con el dinero exacto que había juntado durante tres meses trabajando en el bar de su padre. Propinas de vasos mal lavados, mesas apuradas y clientes demasiado borrachos para dejar más que monedas sueltas. Cada billete tenía olor a grasa y a paciencia.

—¿Todavía quieres hacerlo? —preguntó Dai, mirándolo de reojo.

Elijah asintió con seriedad.

—Si no lo hago hoy, no lo haré nunca.

La librería quedaba a dos calles del centro, frente a la parada del autobús. Tenía estanterías torcidas, un gato gordo dormido en la vitrina, y un reloj detenido en las 11:47 desde que ambos tenían memoria. El librero, un hombre encorvado con gafas gruesas, los conocía de vista. A Elijah le hablaba. A Dai no. Le lanzaba miradas sospechosas cada vez que ella se acercaba con las manos cubiertas de azúcar o grasa, lo cual era casi siempre.

—¿Qué buscan hoy? —preguntó el hombre sin levantar la vista del libro que leía.

—Lo que reservé —dijo Elijah, apenas audible.

Dai levantó una ceja.

—¿Reservaste un libro? ¿Tú?

—No es para presumir —murmuró Elijah.

—Claro, claro. Solo el ejemplar más caro de toda la tienda, pagado con los ahorros sudados de tus días como mesero maltratado. Nada de qué hablar.

Él la ignoró, pero la comisura de su boca tembló, conteniendo una sonrisa. El librero regresó con una caja rectangular envuelta en papel mantequilla. La puso sobre el mostrador con el mismo cuidado con el que se colocan las urnas o los recién nacidos.

Elijah la abrió con lentitud, revelando una edición bilingüe de "Le Petit Prince", encuadernada en tela azul, con letras doradas y una dedicatoria manuscrita por un editor francés que parecía tener la caligrafía de un abuelo encantado. Dai se acercó, sin burlas esta vez.

—¿Por qué justo este? —preguntó.

Elijah se tomó un segundo.

—Porque me da la sensación de que entiende algo que yo no sé cómo decir.

Dai no dijo nada. Solo lo miró con la intensidad de quien lo ve por primera vez.

Pagaron. El librero les dio un recibo tan amarillento como la tienda. Salieron de nuevo a la luz tibia. Elijah agarraba el libro con ambas manos, con la delicadeza de algo frágil, llevándolo como si fuera la primera vez que regresaba a casa.

—No vas a dejar que nadie lo toque, ¿verdad?

—Correcto.

—Ni que lo lea.

—Obvio que no.

—Ni que lo huela.

—¿Por qué querrías oler un libro?

—¿Por qué no? ¡Huelen a ideas! Aunque una vez uno me olía a salsa de espagueti... Fue una decepción —respondió con tono dramático.

Siguieron caminando. Pasaron por la antigua cancha de baloncesto, desde donde alguna vez Dai rompió una ventana con una piedra "accidental". Nadie la había reparado. La cancha seguía igual de vacía, de olvidada. Subieron a la grada más alta, con las piernas colgando y las mochilas a los pies. Desde ahí, el pueblo parecía de juguete.

Dai apoyó la barbilla sobre las rodillas.

—Aiko dice que hablo mucho de ti sin darme cuenta —murmuró.

Elijah no la miró, pero dejó de balancear los pies.

—Me preguntó si eras mi "noviecito" —añadió, haciendo comillas con los dedos.

—¿Y qué dijiste?

—Que no. Que tú ni siquiera me das la mano —dijo ella, sonriendo apenas—. Pero igual me puso cara de "ya verás".

Él tragó saliva. No respondió.

—¿Y tú qué piensas? —insistió ella.

—Pienso que no sé qué pensar —admitió él, encogiéndose un poco.

Un silencio. Luego, Dai dibujó un espiral en su brazo con el dedo.

—A veces me dan ganas de decirte cosas que no sé cómo decirle a nadie más —susurró.

Elijah asintió. Le pasaba lo mismo.

Hubo un momento en que no dijeron nada. Solo estaban ahí, en la grada más alta de la vieja cancha, con las mochilas olvidadas a sus pies y el pueblo estirándose a lo lejos como una postal mal impresa. El sol ya comenzaba a bajar, pero el calor suave aún les acariciaba los párpados.

Dai tenía las piernas colgando y los cordones del zapato desatados. Se inclinaba hacia un lado de vez en cuando, deseando decir algo pero sin saber cómo comenzar. Elijah sostenía el libro envuelto con ambas manos, sin abrirlo. Lo tenía contra el pecho, con el cuidado que se reserva a algo vivo e indefenso.

—¿Sabes qué es lo mejor de este sitio? —preguntó Dai, al fin.

Elijah giró apenas el rostro, en gesto de espera.

—Que nadie viene. Solo nosotros. Es como un segundo piso secreto del mundo.

Él asintió, mirando hacia el aro de baloncesto torcido, oxidado, al que ya nadie lanzaba nada desde hacía años.




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