Elijah no solía notar este tipo de cosas.
O al menos, eso es lo que intentaba decirse mientras subía las escaleras del edificio de Dai con una bolsa de supermercado en una mano y el teléfono en la otra, aún sin respuesta. Podía haberse dado media vuelta. Podía haberse convencido de que estaba exagerando. Pero no lo hizo.
Había sido un impulso extraño, una punzada difusa de preocupación que no lo dejó en paz. Después de preguntar por Dai en el hospital y enterarse de que no había llevado a Hana en toda la semana, algo se le encogió en el pecho. Una inquietud sorda, más instintiva que lógica. Había repasado mentalmente todas las posibilidades: tal vez estaban fuera de la ciudad, quizás Hana tenía algo leve, o Dai solo necesitaba unos días lejos de todo. Ninguna opción justificaba su presencia en esas escaleras, y sin embargo, ahí estaba.
No era su problema. No tenía ningún derecho, ningún rol claro en ese pequeño ecosistema que Dai había construido con tanto esfuerzo. Pero no pudo quedarse quieto.
Dudó frente a la puerta, su mano levantada en el aire, congelada justo antes de tocar. ¿Y si la despertaba? ¿Y si lo tomaba a mal? La racionalidad le pedía que se fuera, pero algo más fuerte —más terco— lo sostenía en ese umbral. Exhaló despacio y tocó tres veces, con los nudillos, sin demasiada fuerza.
Silencio.
Frunció el ceño. Iba a intentarlo una vez más cuando, por fin, escuchó pasos arrastrados al otro lado. La cerradura giró con lentitud, y la puerta se abrió apenas unos centímetros. El rostro de Dai apareció en la rendija, pálido, con el cabello revuelto y el puente de la nariz enrojecido.
—¿Elijah? —su voz salió ronca, gastada por el silencio de horas.
Él alzó la bolsa, una especie de justificativo visual, una excusa material para el impulso que no sabía cómo explicar.
—No sabía qué se supone que comes cuando probablemente estés enferma, así que... compré cosas al azar —dijo rápido, más rápido de lo que pretendía, intentando esquivar la incomodidad de sentirse fuera de lugar.
Dai entrecerró los ojos, parpadeando con lentitud. Parecía demasiado agotada para procesar del todo lo que ocurría. Por un momento, Elijah pensó que le cerraría la puerta en la cara. Pero ella suspiró, resignada, y la abrió por completo, haciéndose a un lado.
—Entra antes de que me arrepienta —murmuró.
Elijah obedeció, cruzando el umbral con cierta torpeza. Ya había estado allí antes, pero ahora todo se sentía distinto. Más íntimo. Más vulnerable.
El lugar, usualmente ordenado, estaba descompuesto por el malestar: una manta hecha un ovillo sobre el sofá, tazas con bordes secos de té en la mesa, platos en el fregadero. La luz tenue del final del día teñía las paredes de un gris deslucido. No había música ni televisión encendida. Solo el silencio tibio de una casa habitada por el cansancio.
—No tienes que hacer esto —dijo Dai mientras se dejaba caer en una de las sillas de la cocina, envolviéndose más en la manta.
—Lo sé —respondió él, sacando las cosas de la bolsa con cuidado, sin mirar demasiado. Era consciente de cada movimiento, cuidando no romper el aire frágil que llenaba el departamento.
Dai lo observó, ladeando la cabeza con esa expresión suya que mezclaba curiosidad, cansancio y algo que rozaba lo afectivo.
—No te tenía por alguien que visita enfermos con intenciones de alimentarlos —comentó con una media sonrisa, apenas visible.
—No lo soy —admitió Elijah, llenando una olla con agua—. Esto es una excepción. No te emociones.
Ella rió entre dientes, un sonido ronco pero genuino. Había algo en la forma en que Elijah se movía, tanteando los cajones con la seguridad incierta de quien cree saber dónde están las cosas, que no dejaba de ser gracioso. Extrañamente reconfortante.
Mientras él cocinaba —una sopa sencilla, improvisada con lo que pudo encontrar—, el departamento empezó a llenarse del aroma cálido del ajo y las hierbas. Dai cerró los ojos brevemente, y por un segundo, el olor la reconfortó más de lo que hubiera querido admitir.
Elijah no hablaba mucho, pero estaba presente. Se movía con una naturalidad torpe pero decidida, como alguien que nunca había hecho esto pero que lo intentaba igual. Y eso, de alguna forma, parecía ablandar sus defensas sin su permiso.
—¿Hace cuánto estás así? —preguntó finalmente, sin mirarla.
Dai se encogió de hombros.
—Desde el martes. Primero fue Hana, pero se le pasó rápido. A mí... bueno, me dejó la peor parte.
—¿Fuiste al médico?
—Sí. Virus. Nada grave. Solo agotador.
Él asintió sin emitir juicio. Sirvió la sopa en dos tazones humeantes y los llevó a la mesa.
—Gracias —dijo Dai antes de probar la primera cucharada.
—No me des las gracias todavía. Podría estar envenenada —replicó él, con un gesto sutil que casi parecía una sonrisa.
Ella le sostuvo la mirada. No dijo nada, pero en sus ojos había algo más allá del agradecimiento: un reconocimiento. Por estar ahí. Por no preguntarle nada más. Por respetar sus tiempos incluso en medio del cansancio.
—Está buena —murmuró después, sorprendida.
—Lo sé —repitió él, bajando la mirada a su propio tazón. No le gustaba admitirlo, pero se había esmerado más de lo que quería reconocer.
Comieron en silencio, el tipo de silencio que no pesa. Afuera, la noche se asentaba sobre los tejados y las farolas comenzaban a parpadear en la calle. Desde la habitación de Hana llegaba el eco apagado de su respiración leve. Dormía profundamente.
Elijah se levantó después de comer y, sin decir palabra, empezó a recoger los platos. Dai lo observó, envuelta aún en su manta, con la cucharilla entre los dedos. Era extraño ver a Elijah allí, moviéndose en su cocina con la naturalidad de quien la ha habitado durante años.
—¿Por qué viniste en realidad? —preguntó con voz baja, sin dureza, pero con la franqueza que le era natural.
Él se quedó quieto un momento, con un plato en la mano.