Acababan de cumplir catorce años, pero aquella noche se sentían más grandes. No porque lo fueran, sino porque el mundo, de pronto, se les había hecho un poco más pequeño. Les daba la sensación de que el aire tibio y confuso del granero, el alcohol robado y la música filtrada desde un viejo cassette les hubieran dado permiso para habitar otra versión de sí mismos. Una menos pesada. Una más libre.
Habían planeado la pequeña reunión durante días, con papeles doblados en los bolsillos, gestos furtivos durante los recreos y conspiraciones escritas con lápiz en la última hoja del cuaderno de ciencias. Nada oficial. Nada serio. Solo una fogata improvisada, risas a escondidas, una excusa para salir de casa con la promesa —mentirosa, claro— de estudiar para un examen que nadie pensaba rendir con honestidad.
Dai había sobornado a Aiko con un esmalte de uñas color azul para que no dijera nada. Se puso una chaqueta de su madre cuando era joven, se coló por la ventana del baño y caminó hasta el granero abandonado de los Bowen con los pies temblando y el corazón palpitándole en las orejas. Era el tipo de emoción que no se escribe. Solo se recuerda.
Elijah llegó después, con las manos en los bolsillos y el abrigo más grande que tenía, ese verde oscuro con un botón menos. No traía linterna, ni historia, ni comida para compartir. Apenas traía su sombra, su silencio, y el peso invisible de todo lo que no decía.
El lugar olía a heno húmedo, madera vieja, alcohol barato y adolescencia. La música, suave y temblorosa, salía de un reproductor que necesitaba ser golpeado de vez en cuando para no apagarse. Algunos chicos bailaban junto a la entrada, más por imitación que por ritmo. Otros cuchicheaban sentados en mantas que habían rescatado de algún desván. Pero nada era muy claro. Todo flotaba, todo se deshacía apenas uno lo miraba de frente. Era como vivir en una fotografía movida.
Dai lo encontró enseguida, de pie junto a unos fardos de paja, con cara de no saber bien si ya podía irse o si aún no le correspondía estar ahí.
—¿Quieres probar esto? —le dijo, ofreciéndole un vaso de plástico con algo turbio, dulzón y potente.
—¿Qué es? —preguntó él, oliéndolo con desconfianza.
—Probablemente vino tinto con gaseosa de frambuesa. O algo peor. Nadie está seguro. Solo te aviso que sabe a medicina para caballos. Pero da risa.
Él bebió. Tosió. Ella se rió sin disimulo.
—Sabía que harías esa cara —dijo, contenta—. A mí me dio hipo la primera vez.
Elijah no respondió. Pero sus labios se movieron apenas, en un gesto mínimo, como el rastro de algo tibio que empezaba a abrirse paso por dentro.
Se fueron a sentar juntos a un rincón del granero, donde el ruido llegaba más bajo y la luz se filtraba a pedazos desde las rendijas. Había una manta tirada en el suelo, y se la compartieron sin discutir. Ella cruzó las piernas, él las dobló contra el pecho. Los vasos quedaron a un lado. La música seguía, difusa, como una conversación entre habitaciones lejanas.
—¿Te duele la cabeza? —preguntó Dai, mirándolo con atención.
—No. Pero siento que los pensamientos van más despacio.
—¿Eso es bueno?
—No lo sé. Es distinto.
Ella apoyó la mejilla en su rodilla y lo observó, con esa mezcla de ternura y curiosidad que solo ella podía sostener tanto tiempo sin incomodar.
—Te ves diferente hoy —dijo, de pronto.
—¿Diferente cómo?
—No sé... como si estuvieras más... suelto. Parece que por fin te hubieras quitado esa mochila invisible que siempre cargas.
Elijah miró hacia adelante, hacia las sombras de los otros chicos, las siluetas que bailaban mal, el polvo suspendido en la luz débil.
—Tal vez es porque no hay que fingir tanto esta noche.
—¿Fingir qué?
—Todo. Que estamos bien. Que entendemos lo que pasa. Que no queremos huir.
Dai asintió despacio.
Por un momento, se quedaron en silencio. Escuchando risas ajenas. El sonido de una lata rodando. Una tos al fondo. Luego Dai se movió. Lentamente. El tiempo también parecía haber bebido del vaso.
—¿Puedo apoyarme en ti un rato? —preguntó, sin tono coquetón. Quizá para entrar en calor. O para no sentirse tan sola.
Elijah dudó. Luego asintió, torpe. Ella se acomodó, con la cabeza sobre su hombro, el cabello rozándole la mejilla. Olía a menta, a tierra y a algo dulzón que no supo identificar. Él no se movió. No porque no quisiera, sino porque no se atrevía.
—Estás tenso —murmuró Dai, cerrando los ojos.
—Estoy pensando.
—Deja de pensar.
—No sé cómo.
Ella rió muy bajito. Luego alzó una mano y le dio un suave piquete con el dedo índice en el brazo.
—Te convierto en gelatina si no te relajas.
—Eso no tiene sentido.
—Claro que sí. Imagínate gelatina. No piensa. No sufre. Rebota.
Elijah rió, esta vez de verdad. Dai se separó apenas para mirarlo.
—Ahí estás.
Se quedaron así, hombro con hombro, compartiendo el aire y el temblor invisible de los años adolescentes. El calor de la manta, el zumbido leve del alcohol y el rumor de la música los envolvían como un secreto. Afuera, el mundo parecía un eco lejano, y todo lo que importaba cabía en ese rincón tibio del granero donde nadie los miraba.
Dai no decía nada, pero no dejaba de mirarlo. Elijah lo sentía, incluso sin girar el rostro. Había algo inquieto en su cercanía, una tensión apenas contenida desde hacía rato.
—¿Qué pasa? —preguntó él, sin mirarla directamente.
—Nada... —respondió ella, bajando la vista un instante, y al alzarla de nuevo, sus labios apretados revelaban un intento de valentía—. Solo estoy pensando en algo.
—¿En qué?
—En que no sé si debería hacer una cosa.
—¿Qué cosa?
Ella respiró hondo, y su nariz se arrugó un poco, como cuando estaba a punto de hacer una travesura.
—No te asustes, ¿sí?
—Eso me asusta más —dijo él, con una sonrisa tensa.
Entonces, sin dar más explicaciones, Dai se inclinó torpemente hacia él. Primero chocó su frente con la suya —un golpe seco y suave a la vez—, y luego sus narices se encontraron a medio camino. Elijah no se movió. Ni un centímetro. El corazón le latía tan fuerte que pensó que ella podía escucharlo. Dai cerró los ojos. Y lo besó.