Un Lugar En El Medio

18:07, hoy

La llegada a Monmouth estuvo acompañada por el sonido festivo que llenaba el aire. Las calles adoquinadas del pequeño pueblo estaban vestidas con banderines de colores, luces cálidas colgando entre balcones y farolas, y el aroma dulce de manzanas al horno, canela y sangría artesanal flotando en el ambiente como una promesa. La música se deslizaba desde cada esquina: violines, panderetas, guitarras desafinadas y voces entusiastas que coreaban viejas canciones locales. Era el fin de semana de la fundación del pueblo, una fecha que Dai conocía desde niña y que, pese a los años, conservaba para ella una magia sencilla y persistente.

Habían salido temprano con Aiko, su hermana menor, y Hana, que saltaba emocionada al borde del bordillo con la chaqueta desabrochada y la mochila de conejito a la espalda. La niña parecía flotar de puesto en puesto, fascinada por cada artesanía, cada figura de madera tallada, cada dulce teñido de colores imposibles. Aiko, por su parte, seguía todo desde una prudente distancia, comiéndose una manzana caramelizada con expresión cínica.

—Mira, Dai —dijo de repente, señalando con la manzana mordida—. ¿No es ese tipo la versión más atractiva y adulta de tu amigo de la escuela?

Dai giró el rostro, sin demasiada intención, pero al enfocar sus ojos en la dirección que Aiko marcaba, se quedó inmóvil.

Elijah.

Apoyado contra un puesto de sidra caliente, con una chaqueta ligera color carbón y las manos en los bolsillos, observando distraídamente el movimiento de la feria. Su cabello oscuro se agitaba con el viento de la tarde, y sus hombros, algo tensos, traicionaban una incomodidad difícil de ubicar en el cuerpo. La última persona que Dai esperaba ver en un evento así.

Él nunca había sido de festividades. Ni de luces, ni de multitudes, ni del bullicio alegre que llenaba las calles en esos días. Durante años, Dai había dado por sentado que Elijah evitaba estas fechas, que desaparecía del mapa cuando el pueblo se llenaba de ruido. Y, sin embargo, ahí estaba.

—Mami, ¡mira! Es Elijah —exclamó Hana, tirando de su manga con un entusiasmo que no daba lugar a la duda.

—Sí, Momochan, ya lo vi —dijo Dai, aún procesando la escena.

Elijah levantó la vista justo entonces, y sus ojos se encontraron. Un segundo apenas, pero bastó. El bullicio pareció apagarse; todo lo demás empezó a desvanecerse en un segundo plano.

Se acercó sin prisa. Dai lo recibió con una expresión que no sabía si era de sorpresa o resignación.

—No me digas que vienes todos los años y yo nunca me entero —bromeó.

Elijah ladeó una sonrisa.

—No vengo. Primera vez en... no sé, doce años.

—¿Y qué cambió esta vez?

Él miró a un costado, hacia los faroles encendidos y las parejas que caminaban de la mano. Su voz fue baja.

—Supongo que tenía ganas de ver qué me estaba perdiendo.

Dai no dijo nada. Sintió una vibración leve, una incomodidad familiar, pero también una especie de gratitud.

—Bien —respondió finalmente—. Entonces tendrás que dejar que te enseñe cómo se disfruta esto.

—Vamos, Elijah, corre —intervino Hana, tomando su mano con naturalidad.

Él bajó la vista, sorprendido, pero no se soltó. Miró a Dai, como pidiendo permiso, y ella asintió con un gesto leve.

—Por cierto —dijo señalando a su hermana—. Aiko, mi hermana menor. No sé si la recuerdas.

Elijah la saludó con una sonrisa contenida.

—Sí, claro. Hola, Aiko.

Aiko lo examinó de pies a cabeza como quien revisa un artículo de catálogo, y luego asintió.

—Eras ese chico que llamaba a casa a cada rato y del que Dai escribía cosas en los márgenes de sus cuadernos.

Dai sintió la sangre subirle al rostro.

—Aiko...

—¿Escribías cosas sobre mí en tus cuadernos? —preguntó Elijah, arqueando una ceja con fingido interés.

—Cállate —respondió Dai sin mirarlo, mientras Aiko seguía comiendo su manzana con expresión satisfecha.

El resto del día se convirtió en una sucesión de escenas improbables. Dai le mostró el puesto de pan de jengibre decorado, donde Hana eligió una galleta con forma de zorro. Elijah le apartó el cabello de la cara cuando el viento lo despeinó, con una ternura que parecía inconsciente. Luego caminaron entre los puestos de cerámica y jabones artesanales, mientras Hana se colgaba de sus brazos, exigiendo que la ayudara a alcanzar una figura de dragón.

—Si le compras más azúcar, no me hago responsable —le dijo Elijah mientras la niña lamía su tercera paleta.

—Asumo el riesgo —respondió Dai, entregándole un algodón de azúcar.

Más adelante, lo llevó al puesto de churros con canela de su infancia. Elijah protestó, claro, como lo hacía cada vez que se trataba de dulces.

—¿No crees que ya hemos comido suficiente azúcar?

—No existe tal cosa como demasiada azúcar en un festival —le respondió, dándole uno.

Él lo probó, y luego asintió con gesto de aprobación contenida.

—Está decente.

—¡Decente! Es perfecto.

—No exageres, Dai.

Luego vinieron los juegos. Elijah fracasó estrepitosamente en el tiro al blanco, a pesar de los intentos de Hana por ayudarlo.

—Pensé que las habilidades con las manos eran parte del perfil de un artista —comentó Dai, divertida.

—Depende para qué se usen esas habilidades —murmuró él, sin mirarla del todo.

Subieron a la rueda de la fortuna cuando el cielo empezaba a oscurecer. Aiko se llevó a Hana a otra cabina. Elijah y Dai quedaron solos, uno frente al otro mientras el pueblo se hacía más pequeño bajo sus pies. El río Wye brillaba a lo lejos como un hilo de plata.

Dai se quedó mirando las luces parpadeantes. El silencio entre ellos ya no era incómodo, pero sí denso, como una manta que no sabías si te arropaba o te asfixiaba.

—Nunca pensé que vendrías aquí conmigo —dijo, en voz baja.

Elijah la miró, su rostro iluminado por los destellos de la feria.

—Nunca pensé que te volvería a ver.




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