Un Lugar En El Medio

18:57, ayer

El verano llegó sin pedir permiso. Los días se estiraban como chicle bajo el sol, y el aire olía a pasto seco, a bicicletas oxidadas y a conversaciones que nunca terminaban de empezar. Elijah trabajaba más que nunca, juntando propinas en el bar con el mismo empeño con el que alguien recolecta fichas rotas: sin entusiasmo, pero sin detenerse. Turnos largos, vasos mal lavados, platos grasientos, risas ajenas que se le quedaban pegadas en la ropa como humo. Todo era pegajoso y lento. Todo se sentía a punto de terminar aunque nadie dijera nada.

Y desde hacía una semana, Dai no le hablaba.

La última conversación entre ellos había sido ridícula: algo sobre si las luciérnagas eran más comunes que los zorros en el campo o viceversa. Dai había insistido en que había visto uno. "¡Te juro que tenía la cola blanca y todo!", y Elijah, como buen obstinado involuntario, se lo había cuestionado con demasiada lógica. "No hay registro de zorros en esta zona desde hace años", refutó. Lo dijo con la precisión fría de un artículo científico. Dai se había quedado en silencio, ofendida en su orgullo y su imaginación. No fue una gran pelea. Pero bastó para levantar un muro invisible.

Elijah no la buscó. No porque no quisiera, sino porque no sabía cómo. Y Dai no fue al bar, no se asomó por la colina, no le mandó ninguna de sus usuales notitas envueltas en papel de colores. Solo silencio. Hasta ese día.

La tarde era espesa, de esas que huelen a electricidad y fruta demasiado madura. Elijah salió por la puerta trasera del bar, sudado, con las manos oliendo a grasa rancia y limón viejo. Y ahí estaba ella. Sentada sobre una caja de botellas vacías, con las piernas cruzadas y una caja pequeña sobre el regazo.

Tenía el pelo algo más largo que el último verano, y una flor silvestre prendida en el cabello con una horquilla oxidada.

—¿Siempre hueles así después del trabajo? —preguntó ella, sin mirarlo del todo.

—Estoy probando una nueva fragancia: "Desesperación Ácida n.º 5". Edición limitada.

Ella soltó una risa breve. Había algo contenido en su tono, una negativa deliberada a darle el gusto de saber que aún le causaba gracia. Elijah, por su parte, no supo si acercarse o no. Pero ella le levantó la cajita, como una invitación silenciosa.

—Mi papá hizo pastel de moras y me mandó a dejarte un pedazo. Dijo que lo compartiste una vez y eso te hacía "elegible". Yo no entiendo qué quiso decir.

—Suena a que gané algo.

Elijah se sentó a su lado con algo de torpeza. Abrió la caja y, efectivamente, ahí estaba: un pedazo irregular de pastel con la base un poco quemada, pero que olía a jengibre, miel y cosas buenas.

—¿No te molestó venir?

—Un poco. Pero también estaba aburrida. Naomi está armando un rompecabezas y me gritó porque "respiraba muy fuerte".

—Respiras fuerte.

—¡No es verdad! Tú también haces cosas molestas. Por ejemplo, interrumpir mi avistamiento de zorros.

Elijah rodó los ojos.

—No lo vas a soltar, ¿verdad?

—Nunca. Ni aunque venga un zorro a lamerte la cara. Ese día solo me voy a cruzar de brazos y decir "te lo dije".

Comieron en silencio durante un momento, con el sonido del canal fluyendo lento frente a ellos. Elijah usó la tapa de la cajita como plato improvisado. Dai sostenía un tenedor plástico entre dos dedos, con la delicadeza propia de una fiesta elegante.

—¿Qué hiciste esta semana? —preguntó ella, al fin.

—Trabajar. Dormir. Sentirme miserable.

Dai lo miró de reojo y luego le dio un pequeño codazo en el brazo.

—¿Me extrañaste?

—¿Como persona o como ente parlante de temas absurdos?

—Ambas.

—Entonces sí.

Ella sonrió, pero sin mostrar dientes. El tipo de sonrisa que guardaba para momentos que aún no sabía si debía recordar o no.

—Yo también. Pero no lo digas en voz alta —agregó.

—Muy tarde.

Ella volvió a dar codazos, esta vez más insistente.

—Eres un tonto —dijo.

—Y tú eres dramática.

—¡Solo vi un zorro, Elijah! ¡No fue una aparición mariana! Solo... era lindo. Como tú a veces. Pero sin lo insoportable.

Elijah bajó la cabeza. Sabía que Dai soltaba esas palabras con la ligereza del aire, pero igual se le quedaron flotando en la nuca.

—Perdón si fui... borde —murmuró, sin mirarla.

—Lo fuiste. Pero solo un poco.

—No quería hacerte sentir mal.

—Lo sé.

Pasaron unos minutos sin hablar. Las cigarras chillaban a lo lejos. Un pato cruzó el canal flotando, tranquilo, como un actor que sabe que todos los ojos están puestos en él.

—¿Recuerdas cuando veníamos aquí a tirar piedritas y tú me enseñaste lo de hacerlas saltar?

—Nunca lo lograste.

—Eso es mentira. Una vez hice que saltara una. Una sola. Fue mi gran momento.

Elijah sacó una piedrita plana del borde y la lanzó con un gesto preciso. Saltó tres veces antes de hundirse.

—¿Ves? Hasta las piedras te hacen caso —suspiró Dai, dramáticamente.

Y sin avisar, se recostó sobre su hombro. Elijah no se movió y, a diferencia de ocasiones anteriores, ya no se tensaba. Era casi cómodo. Ella olía a lavanda, tierra y calor. A cosas conocidas.

Se quedaron en la misma posición por un minuto. Nada parecía haber cambiado. El tiempo parecía desvanecerse ante el momento exacto en que uno de los dos decidía quedarse.

Después de un rato, Elijah estiró el brazo libre y, con la yema de los dedos, le acomodó el cabello que el viento le había echado sobre la frente. Dai cerró los ojos.

—Gracias por el pastel —susurró él.

—Gracias por no ser idiota... por mucho tiempo.

—De nada.

El sol comenzaba a bajar. La luz era dorada y todo lo demás parecía fundirse en ese instante: los árboles, el agua, el viejo bar, los días por venir.

Y aunque ninguno lo dijo en voz alta, los dos sabían que aquel momento era algo que iban a guardar. No por lo grandioso, sino por lo sencillo. Por lo que no necesitó explicación.




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