Un Lugar En El Medio

20:47, hoy

Monmouth dormía temprano. Las luces anaranjadas de las farolas parpadeaban suavemente sobre el empedrado húmedo, y las ventanas iluminadas eran cada vez menos. Dai caminaba con las manos en los bolsillos del abrigo, dejando que el frío la despejara un poco más de lo que era necesario. Había pasado la tarde ayudando a su madre con las últimas tareas del jardín y luego soportando los comentarios especulativos de Naomi sobre "las señales del universo". Necesitaba una pausa de todo eso, algo que no tuviera forma de expectativa.

El mensaje de Elijah había llegado pocas horas antes, escueto y directo.

"¿Tienes hambre? Estoy cocinando. Ven."

Había agregado una dirección, aunque no hacía falta. Dai la conocía de memoria.

Ahora, mientras subía por la estrecha calle empinada, sentía un cosquilleo en el estómago que no se debía ni al frío ni al hambre. Algo en esa invitación la había descolocado, y de pronto la nostalgia se volvió palpable. Lo cierto era que ella no sabía muy bien qué significaba estar cruzando esa puerta de nuevo —no físicamente, sino en un sentido mucho más complejo—, pero lo hacía igual.

El edificio, a diferencia de sus recuerdos, tenía nueva vida. La fachada había sido restaurada sin perder su carácter original: piedra clara, ventanas altas y detalles en madera oscura. Elijah no la esperaba abajo; había dejado el portón abierto, confiado, seguro de que ella vendría.

Dai subió por la escalera de madera con pasos pausados. Cuando llegó al segundo piso, la puerta estaba entreabierta. Tocó dos veces con los nudillos.

—Pasa —respondió la voz de Elijah desde adentro.

Entró.

La calidez la envolvió de inmediato. El departamento era amplio y luminoso, con techos altos y vigas a la vista. Había mantas gruesas dobladas sobre el sofá, una estantería repleta de libros, y al fondo, la cocina abierta dejaba ver a Elijah de espaldas, removiendo algo en una olla. Llevaba una camisa azul marino arremangada hasta los codos, y el aroma que llenaba el aire era suave, reconfortante, salado con un fondo dulce.

—¿Hueles eso? —preguntó sin mirarla, dándole vueltas al contenido con una cuchara de madera—. No tengo idea si quedó bien, pero huele como si alguien supiera lo que hace.

—¿Tú cocinando? ¿Qué sigue? ¿Bailar? —bromeó Dai, dejándose llevar por el tono.

Elijah giró apenas el rostro para lanzar una sonrisa de lado.

—No descartes nada. Tengo pasos secretos reservados para situaciones especiales.

Dai se quitó el abrigo, colgándolo en el perchero junto a la puerta. Se sintió extrañamente cómoda. Había algo íntimo en el ambiente, pero no incómodo. Elijah no parecía distinto a sí mismo, sólo más abierto, más suelto en su propio espacio.

—¿Qué estás haciendo? —preguntó mientras se acercaba a la cocina.

—Algo parecido a un oyakodon. Pero sin pretensiones. No te rías.

—¿Me estás cocinando oyakodon?

—No te emociones. No hice el caldo desde cero ni nada por el estilo —dijo él, alzando las cejas con modestia.

—Con que no sea instantáneo, ya tienes más crédito del que habría imaginado.

—Me acordé de que lo mencionaste una vez. Cuando dijiste que lo comías con tu abuelo en verano.

El comentario la sorprendió. No porque no lo creyera capaz de recordarlo, sino porque no esperaba que lo hiciera. Elijah no hablaba mucho de sus propias emociones, pero siempre prestaba atención a las de los demás. Era su forma de cuidar.

—Lo dije hace más de una década —susurró.

—No lo olvidé.

No había dramatismo en su voz. Era un hecho simple, dicho sin peso, pero que dejó una marca. Dai se sentó en una de las sillas altas junto a la encimera mientras él servía los platos. Se movía con eficiencia, pero sin apuro. La cena se presentaba menos como una obligación y más como una excusa.

Comieron entre bromas suaves y silencios cómodos. Elijah soltaba comentarios sarcásticos con su tono neutro, y Dai los devolvía con igual precisión. Cuando ella se quejó de lo pequeña que estaba su porción, él fingió pesarla con una cuchara de postre. Cuando él insinuó que su técnica de mezclar arroz era errática, Dai respondió que su cuchillo tenía más filo que su sentido del humor.

La risa entre ambos tenía ese tono contenido que viene de conocerse demasiado bien. Ninguno de los dos cruzaba líneas evidentes, pero se rozaban los bordes con una familiaridad que parecía nueva y antigua a la vez.

—Esto está muy bueno —dijo Dai finalmente, bajando los palillos.

—Gracias. Por favor, no se lo digas a nadie. Tengo una reputación de artista atormentado que mantener.

—¿Desde cuándo te importa lo que piensen?

Elijah la miró. Sus ojos tenían esa profundidad cansada de alguien que había tenido que reconstruirse en silencio. Pero también, por primera vez en mucho tiempo, algo suave brillaba en ellos. Un dejo de alivio. Tal vez de deseo.

—Desde que volviste.

El silencio que siguió no fue tenso. Fue... real. Dai sintió cómo se le contraía el pecho, pero no apartó la mirada. No lo negó. Tampoco respondió. A veces, lo importante no necesitaba contestarse en voz alta.

Después de recoger los platos y dejar la cocina en orden —lo cual incluyó una breve pelea en la que Dai intentó lavar los utensilios y Elijah se lo impidió con el clásico "invitada no toca esponja"—, Elijah la guió por una escalera angosta hacia el tercer piso.

—¿Lista? —preguntó antes de abrir la puerta del estudio.

—¿Debería ponerme nerviosa?

—Tal vez un poco.

El estudio era otro mundo. El techo inclinado estaba lleno de claraboyas, y las paredes estaban salpicadas de manchas de pintura seca. Había lienzos apoyados contra el suelo, cuadernos de bocetos abiertos, pinceles, latas, trapos. Pero todo tenía un orden dentro del caos. Era un espacio vivido, íntimo. No decorado para mostrar, sino construido para ser habitado.

Dai se quedó quieta, observando todo con una especie de reverencia muda. Elijah no dijo nada. Caminó hacia una de las esquinas donde había una silla de respaldo curvo y se dejó caer con un suspiro.




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