Un Lugar En El Medio

06:39, hoy

El pueblo amaneció envuelto en una bruma ligera, esa neblina que parecía colgarse de las calles y hacer que todo se sintiera más lento. El día entero flotaba en una especie de limbo entre el sueño y la vigilia. Dai despertó antes que todos, como siempre. Era casi automático, su cuerpo sincronizado con la rutina de los últimos años. Pero esta vez, en lugar de levantarse para preparar el desayuno o alistar las cosas de Hana, se quedó mirando el techo, sintiendo el peso de un pensamiento que no terminaba de formarse. Era su último día en Monmouth antes de regresar a la ciudad. Y por primera vez en mucho tiempo, tenía un día libre.

La idea la desconcertaba. No estaba segura de qué hacer con ese tipo de libertad. Sin embargo, sin pensarlo demasiado, se vistió con ropa cómoda, tomó su bolso y salió de la casa mientras el resto de su familia aún dormía. Caminó sin rumbo fijo por las calles que, aunque conocidas, se sentían diferentes. O tal vez la diferente era ella.

El aire matutino tenía un aroma limpio, una mezcla de humedad y hierba recién cortada que solo se encontraba en lugares como este. Las calles de Monmouth, empedradas y angostas, aún estaban tranquilas, con solo unos cuantos comerciantes preparando sus puestos en la plaza central. Se detuvo en el mercado del pueblo, donde los colores vibrantes de las frutas y las flores contrastaban con la luz tenue de la mañana. El aroma a pan recién horneado y café llenaba el aire, atrayéndola de inmediato. Compró una taza y se sentó en un banco de madera, observando a la gente a su alrededor.

Recordó las mañanas en su adolescencia, cuando soñaba con irse de ese lugar. Con escapar. En aquel entonces, el pueblo le parecía demasiado pequeño, demasiado predecible. Pero ahora que estaba aquí, después de tanto tiempo, la sensación era distinta. El pueblo ya no era solo una jaula de la que huir. Ahora era una pieza de su historia, un fragmento de quien había sido, un lugar que de alguna forma seguía siendo parte de ella.

Después de terminar su café, se dejó llevar por la inercia de sus pasos hasta detenerse frente a un local que no recordaba haber visto antes.

La tienda de música destacaba entre los edificios antiguos que la flanqueaban. No era la misma de su infancia; esa había cerrado hace años. Su fachada de cristal reflejaba la luz de la mañana, y un letrero minimalista de neón azul resplandecía sobre la entrada. Había algo intrigante en ese contraste, una modernidad inesperada en medio de la arquitectura clásica del pueblo. Entró empujando la puerta con suavidad.

El aroma a madera pulida y barniz le dio la bienvenida. Estanterías llenas de libros de teoría musical, filas de guitarras colgadas en la pared, una batería en la esquina. Flautas y violines estaban ordenados con un cuidado casi reverencial, cada instrumento parecía contener una historia que pedía ser escuchada. Caminó lentamente entre ellos, admirando las repisas con paciencia.

Se detuvo frente a un piano de cola reducido, de un negro brillante que reflejaba su rostro en la superficie. Apoyó los dedos sobre las teclas y tocó una sola nota. El sonido flotó en el aire, envolviéndola con una nostalgia inesperada.

—Hermoso sonido, ¿verdad? —comentó una voz masculina a su izquierda.

Dai giró la cabeza y vio al dependiente: un hombre joven de lentes delgados y expresión serena. No era el tipo de persona que imaginaba trabajando en un sitio así; más que un músico, parecía un ingeniero o un estudiante de filosofía. Por un instante, le recordó a un tipo con el que había tenido un par de citas desastrosas en la universidad, y la asociación le pareció tan absurda que no pudo evitar sonreír.

—Sí —respondió, aún absorta en el sonido del piano.

—Es un modelo japonés, bastante raro por aquí. Tacto suave, gran resonancia. ¿Le interesa?

Dai deslizó los dedos por el borde de la tapa del piano.

—Más de lo que puedo permitirme.

El dependiente sonrió con comprensión.

—Dicen que los instrumentos tienen memoria. A veces, es cuestión de dejarlos hablar otra vez. Necesitan ser tocados, supongo.

Dai asintió lentamente, sintiendo el peso de sus palabras. Se permitió otra nota más antes de apartarse, despidiendo el sonido en un pequeño acto de resignación.

De vuelta en la calle, con el aire fresco llenando sus pulmones, se dirigió a la plaza central, donde el sol comenzaba a abrirse paso entre la bruma de la mañana. Se compró un helado de vainilla y se sentó en uno de los bancos frente a la iglesia justo cuando las campanas empezaban a sonar. Cerró los ojos y dejó que el eco vibrara en su pecho. Había algo en ese sonido que la hacía sentir pequeña y, al mismo tiempo, extrañamente en paz.

Reflexionó sobre lo mucho que había corrido en su vida tras cosas grandes, intensas, que siempre parecían escapar de su alcance. Pero en ese momento, con la brisa moviendo su cabello y el repicar de las campanas marcando la hora, entendió finalmente la belleza de lo simple. Lo cotidiano, lo que solía pasar desapercibido, tenía un peso propio.

No era un pensamiento revolucionario ni una epifanía ruidosa, pero sí algo que, de una u otra forma, le permitió respirar con tranquilidad.

Y sólo porque todo parecía moverse con una lentitud reconfortante, se entregó al pensamiento de cómo la vida la había llevado por caminos que nunca imaginó. ¿Cuándo fue la última vez que se permitió simplemente estar? Sin preocuparse, sin planear, dejando que el tiempo fluyera sin resistencia. Tal vez, después de todo, no era tan tarde para recuperar esas partes de sí misma.

El helado se derretía lentamente entre sus dedos. Dai lo lamió distraída, una pequeña sonrisa formándose en sus labios. La ciudad la esperaba, con su caos y su ruido, con su rutina y sus responsabilidades. Pero por ahora, solo por un momento más, podía hacer las paces con solamente quedarse ahí. En ese banco, en ese instante.




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