Un Lugar En El Medio

09:05, ayer

El campo detrás de la casa de los Mori olía a pasto recién cortado y a flores silvestres que nadie había plantado. Las hermanas de Dai corrían de un lado a otro colgando guirnaldas de papel hechas a mano, mientras su madre organizaba con precisión militar las mesas plegables cubiertas con manteles de flores y jarras de limonada con rodajas de pepino.

Dai se había levantado temprano ese día. Más temprano de lo normal. No porque alguien la hubiera despertado, sino porque su cuerpo entero parecía haberlo decidido por ella. Era su cumpleaños número dieciséis. Y aunque había tenido fiestas antes, algo en esa mañana se sentía distinto. El aire se sentía más suave, y el sol parecía brillar para una versión de ella que apenas comenzaba a existir.

La primavera estaba en su apogeo: las camelias llenaban los bordes del campo, el cerezo plantado por su abuelo años atrás estaba en plena floración, y una vaca curiosa se asomaba desde el otro extremo de la cerca con expresión de invitada no confirmada.

Se había decidido por un vestido sencillo con flores bordadas en el dobladillo, el cabello recogido de forma algo caótica y una corona hecha de ramitas, flores y una cinta de color amarillo. Su mamá la había ayudado a peinarse mientras Andreas cocinaba panecillos en el horno.

—Esa cinta no va ahí —protestó Dai, con la voz medio risueña, medio exasperada—. Se cae con el viento.

—No me pagan lo suficiente para esto —respondió Aiko, muy seria, mientras se bajaba de la silla plástica.

Naomi pasó corriendo con una bandeja de bocadillos, Theo detrás de ella cargando una caja con altavoces pequeños y una sonrisa algo salvaje.

—¿Puedo poner música tradicional mongola? —preguntó él, sin esperar respuesta.

Theo era primo de Elijah, pero no podía ser más diferente. Exagerado, excéntrico, un poco caótico. Vivía en Cardiff con su madre y solía visitar el pueblo de vez en cuando, aunque siempre parecía llegar por primera vez. Dai lo conocía desde hacía unos años, pero esa era la primera vez que lo veía mezclado con sus amigos del colegio, sus hermanas, su jardín. Todo.

—Tu primo es... ¿así siempre? —le preguntó en voz baja a Elijah, cuando lo vio llegar.

—La semana pasada hizo una encuesta en la calle para saber cuántas personas lloraban con los anuncios de pan.

—No puedo decir que estoy sorprendida.

Elijah se encogió de hombros, con esa sonrisa de costado que Dai empezaba a reconocer como una forma suya de decir "sí, lo sé, pero le tengo cariño igual".

Él no estaba muy vestido para una fiesta: camiseta oscura, vaqueros con los dobladillos un poco rotos y las zapatillas más limpias que tenía. Aún así, se veía bien. Al menos para Dai. Había algo en su presencia que hacía que el resto del día cobrara sentido.

La gente fue llegando poco a poco: un par de amigas del colegio, vecinas con hijos pequeños, una tía lejana que trajo panecillos de arándanos y una vela torcida. El campo se llenó de voces y música suave, de carcajadas que iban rebotando entre los árboles, de manos que pellizcaban galletas antes de que estuvieran bien puestas.

Dai pensaba que lo mejor del día sería la luz —esa luz dorada que parecía acariciar las mejillas sin permiso—, hasta que llegó el momento del pastel.

Lo trajo su madre desde la cocina con un gesto satisfecho, sosteniéndolo como un trofeo. Era un bizcocho de vainilla con crema de limón, decorado con flores comestibles y trozos de fruta caramelizada. No era perfecto: los bordes estaban algo irregulares y el glaseado tenía marcas de dedos en un costado. Pero era hermoso. De un modo honesto, sencillo, tierno.

—Está... precioso —dijo Dai, sorprendida.

—Y huele increíble —añadió una de sus amigas, ya pidiendo una foto.

La tarde siguió entre juegos de mesa, canciones que no sonaban del todo bien, una ronda de adivinanzas fallidas y otra de historias inventadas sobre vacas con nombres nobles. Theo le regaló una bola de nieve que, en lugar de nieve, tenía una miniatura de una casa japonesa flotando sobre peces. Le dijo que era mágica, pero solo los días impares y si se agitaba exactamente trece veces.

—Lo vi en una tienda en la ciudad —explicó él—. Pensé: esto es lo suficientemente raro para ser perfecto.

—Lo es —rió Dai—. Me encanta. Es horrible.

—Ese es el espíritu —dijo él, y se fue a atacar los mini sándwiches que Naomi acababa de dejar sobre la mesa.

Al caer el sol, cuando ya quedaban solo los más cercanos, Elijah la llamó con un gesto sutil. No con palabras, ni con una gran entrada. Solo un leve movimiento de cabeza que decía: "ven conmigo". La condujo hacia el cobertizo detrás del jardín, donde la luz no llegaba del todo y el mundo se oía más en susurros que en ruidos.

—Quería darte esto... Es sólo... algo —dijo, evitando mirarla directamente a los ojos.

Sacó de su mochila un pequeño paquete envuelto en papel marrón claro, con una etiqueta azul que no decía nada. Dai lo abrió despacio.

Era un peluche de nutria. Viejo, pero limpio. Sus ojos de plástico estaban algo raspados, pero la expresión era dulce. Igual a la del personaje de aquel programa japonés que solían ver cuando eran niños, los dos tirados en la alfombra del salón, comiendo bollos de canela con los dedos embarrados de glaseado.

Dai sintió que algo le apretaba el pecho.

—Lo vi en una tienda de segunda y no pude no traerlo. Pensé que... no sé, que tal vez te acordabas.

—Claro que me acuerdo —murmuró ella, con la voz rota de emoción.

Elijah le extendió también una hoja doblada en cuatro. Era un dibujo. Hecho a lápiz. Ella y él, debajo del duraznero en flor, sentados espalda con espalda. Ella sujetaba una flor. Él, una taza.

—Es precioso.

—Todavía no sé dibujar bien narices —dijo él.

Dai se le acercó y apoyó su frente en su hombro. No dijo nada más.

—Tengo que irme —añadió él, bajito—. Mi papá... está... bueno, ya sabes. Me toca cubrir el turno en el bar esta noche.




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