Un Lugar En El Medio

21:21, hoy

El hospital olía a antiséptico y a café de máquina recalentado, ese aroma agrio que se quedaba pegado en la ropa y entre los dientes. Elijah estaba de pie frente a la puerta entreabierta de la habitación, inmóvil. Miraba sin moverse, sin respirar demasiado fuerte, consciente de que al entrar podría alterar el equilibrio de algo que no comprendía del todo. Dentro, su padre dormía con la boca entreabierta, el pecho subiendo y bajando con esfuerzo bajo una bata arrugada. El monitor al lado de la cama marcaba los segundos con pitidos rítmicos, indiferente al dolor o al pasado de quien lo acompañaba.

Era una escena triste. No por la fragilidad del cuerpo postrado, ni por la palidez ceniza que cubría la piel de su padre. Lo triste era lo que no estaba allí. Ningún libro en la mesita. Ninguna flor marchita. Ningún cartel con un "mejórate pronto". Solo el zumbido de las máquinas y la ausencia de cualquier otra presencia humana, al parecer ni siquiera la enfermedad terminal bastaba para que alguien lo visitara más allá de las obligaciones formales.

Elijah tragó saliva, con la garganta seca como papel. Se preguntaba, no por primera vez, qué era exactamente lo que lo traía de vuelta. No lo sabía. Tal vez una mezcla de obligación, rencor sin resolver y una extraña necesidad de testimoniar la decadencia de quien lo moldeó con el filo de las palabras.

La cirrosis lo estaba matando. Y aunque los doctores lo habían advertido hacía ya meses, nunca se lo había creído del todo hasta ahora. Hugh, reducido a esa figura ósea, era la sombra de un hombre que alguna vez pareció invencible. Y sin embargo, incluso ahora, en medio de su deterioro, Elijah sentía el viejo temor en el estómago. Esa punzada corrosiva de quien sabe que con una sola frase, ese hombre aún podía hacer sangrar su autoestima.

Sus pensamientos se vieron interrumpidos por un golpeteo rápido de pasos pequeños sobre el piso encerado del pasillo. Cuando se giró, apenas tuvo tiempo de reaccionar antes de que Hana se deslizara junto a él y se metiera sin más a la habitación.

—¡Buu! —exclamó, con los brazos alzados y una sonrisa infantil que parecía inmune al contexto.

Elijah sintió el corazón dar un vuelco. No quería que ella estuviera allí. No frente a ese hombre.

—Hana, pequeña, espera un segundo... —empezó a decir, avanzando tras ella.

Pero ya era tarde. Hugh se removió en la cama con una mueca irritada, los ojos entreabriéndose con un brillo opaco.

—¿Quién es esta mocosa? —gruñó, su voz tan áspera como siempre, aunque ahora templada por la debilidad.

Hana se detuvo junto a la cama, ladeando la cabeza con curiosidad. Lo miró con la curiosidad de quien examina una criatura desconocida, sin miedo ni juicio.

—Soy Hana —dijo, clara, con la sencillez de quien no ha aprendido aún a ocultar su verdad—. ¿Tú quién eres?

Hugh bufó, pero sus ojos se clavaron en Elijah.

—¿Es tuya? —espetó con una sonrisa torcida—. No sabía que tenías el arrojo para tener hijos. Mucho menos para criarlos.

El comentario lo atravesó como una piedra lanzada con precisión. Elijah contuvo el impulso de apretar los puños. No era nada nuevo. No era nada que no hubiera escuchado ya, en todas sus versiones. Pero ahora, con Hana allí, dolía distinto.

—No es mi hija —dijo en voz baja, con la mandíbula apretada—. Es la hija de una amiga.

—¿Amiga, eh? —Hugh soltó una carcajada ahogada que se convirtió de inmediato en tos—. Seguro que sí.

Elijah desvió la mirada, pero Hana no. Ella seguía observándolo con ojos grandes, curiosa, paciente. Se acercó aún más a la cama, sin temor, y miró los tubos que salían del brazo de Hugh con atención.

—¿Te duele? —preguntó con voz seria.

Hugh se la quedó mirando, claramente desconcertado por la pregunta.

—¿Qué?

—Eso —dijo ella, señalando el catéter—. ¿Duele?

Por un segundo, el hombre no respondió. Luego soltó un suspiro cansado, como preparándose para revelar algo más profundo, pero se limitó a decir:

—Nah. A estas alturas, lo que más me duele es estar aquí tirado como un viejo inútil.

Hana asintió, convencida de que eso tenía todo el sentido del mundo.

—A mi abuelito también le dolía la espalda cuando estaba en el hospital. Yo le contaba cuentos para que no se aburriera. ¿Quieres uno?

—¿Qué? —parpadeó Hugh, atónito.

—¿Un cuento? Uno cortito.

Hugh soltó un resoplido, pero ya no sonaba molesto. Más bien parecía desorientado.

—Haz lo que te dé la gana, niña.

Elijah observaba todo desde la entrada. Había una parte de él que quería detenerla, sacarla de ahí. Protegerla de ese hombre. Pero Hana estaba imperturbable. Subió con cuidado a la silla junto a la cama y comenzó a contar una historia absurda sobre un caballito de mar que soñaba con volar. Su voz era suave, segura, salpicada de risas. Elijah no sabía si estaba más conmocionado por la ternura del momento o por el hecho de que Hugh la estaba escuchando. No con interés, tal vez, pero tampoco con desprecio.

Cuando terminó, hubo un silencio extraño. Hugh no dijo nada por unos segundos. Luego murmuró:

—Tienes buena imaginación, niña.

—Gracias —respondió Hana con orgullo—. Elijah también me cuenta historias. Pero con colores.

Hugh giró el rostro hacia su hijo, y volvió a aflorar esa mueca agria en su rostro.

—Ah, claro. Parece que tienes a tu propia porrista. Qué dulce.

Elijah sintió el viejo ardor subirle por la garganta, pero esta vez... no se incendió. Porque Hana, a su lado, lo había defendido sin saberlo. Porque esa niña de seis años hablaba de él con una claridad y una seguridad que Hugh jamás tuvo. Y eso bastaba.

—Vamos, pequeña —dijo con suavidad, acercándose y tomando su mano—. Ya es tarde. Tu mami debe estar esperándote. Hay que dejar descansar al señor.

Hana bajó de la silla con cuidado y miró a Hugh con una sonrisa tranquila.

—Adiós, señor. Que te mejores.

Hugh no respondió. Solo la observó en silencio mientras salía de la habitación de la mano de Elijah.




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