Un Lugar En El Medio

17:32, ayer

La primera cosa que Elijah sintió fue el humo. No del cigarro. Ni del gas. Del aceite quemado que llevaba horas adherido a la cocina, la misma donde su padre había dejado caer media botella sin siquiera pestañear.

El hombre estaba recostado en el sofá, camisa abierta, pecho cubierto de vello gris y grasa, y una cerveza en equilibrio precario sobre el estómago. Los ojos cerrados. O fingiendo.

—¿Llegaste tarde otra vez? —gruñó arrastrando las palabras por efecto del alcohol, sin abrir los párpados.

Elijah se quedó en el marco de la puerta. No se molestó en responder.

—Te crees mucho, ¿no? Por ir a la escuela y traer notas y esa mierda.

Silencio.

—No te hagas el mudo conmigo. ¿Te crees mejor que yo?

Afuera, los autos pasaban. Uno, dos. El sonido sordo del tráfico lejano. El lugar olía a trapo húmedo y a algo peor. Elijah pensó que tal vez no lo mataría irse de ahí algún día. Pero no dijo nada.

—¿Sabes qué? —siguió el padre, incorporándose apenas—. ¿Quieres saber la verdad, ya que te crees tan listo? ¿Eh?

Elijah apretó los puños sin que se notara.

—Tu madre era una puta. Literal. Así ganaba la vida. Así te hizo, seguramente. Y después... después me tiró el paquete y se largó. Ni una jodida nota. Ni un nombre real. Nada.

Elijah sintió que algo en su pecho se doblaba hacia adentro. No se rompía. Se torcía como una rama húmeda.

—Deberías agradecerme que no te dejé en una zanja.

Una parte de él quiso gritar. Otra parte —la más antigua, la que conocía el peligro— se limitó a caminar hacia atrás, hacia la puerta.

—¿Qué? ¿Te vas a poner a llorar como una nena ahora?

Pero Elijah ya no escuchaba. Cerró la puerta sin hacer ruido. Bajó los peldaños del edificio con un esfuerzo visible, los movimientos pesados, deliberados. Las piernas no le respondían como antes.

Y entonces echó a correr.

No supo cuánto tiempo. Solo sabía que el cuerpo se movía por sí solo, como escapando de algo que no sabía nombrar. Atravesó calles, parques, una esquina con un perro dormido. Terminó, sin quererlo, en la colina. La suya. La del duraznero. Cayó de rodillas bajo su sombra. Cada inhalación parecía prestada, demasiado corta, demasiado urgente. El pecho se le subía y bajaba rápido, en un intento torpe por atrapar el aire.

Por primera vez, pensó que odiaba a su padre. Que no solo le tenía miedo, ni pena. Lo odiaba. Por lo que era. Por lo que le dijo. Por lo que le quitó.

Y por lo que le dejó ser.

—¿Qué dijiste que oíste?

—No sé. Unos gritos de loco. Tipo... animal herido, no sé. Sonaban como cuando tu amigo, el largo ese, se rompió el tobillo y mamá le ayudó, ¿te acuerdas? Pero peor.

Aiko untaba la mermelada con la parsimonia de quien comenta el clima. Dai la miraba desde el marco de la puerta, aún con el abrigo del conservatorio puesto y las llaves de casa colgándole de la muñeca.

—¿Dónde?

—Cerca de los juegos viejos. Del lado de la colina. Pasando las gradas. Lo escuché mientras venía con las chicas. Eran como... no sé, feos... ¿Por ahí no suele estar esa banda de drogadictos a los que papá denunció?

Dai no respondió. Aiko siguió comiendo.

Salió y subió a su bicicleta con tanta prisa que ni se amarró el abrigo. El viento le golpeaba la cara, pero ni lo sintió. En el fondo, lo supo: solo una persona podía emitir un sonido como ese en ese lugar. A esa hora.

Y a ella no le importaba nada más.

La colina parecía más gris que de costumbre. El árbol, más desnudo. Elijah estaba ahí, sentado, con la espalda apoyada en el tronco y la cara vuelta hacia el horizonte. Las rodillas dobladas, los codos sobre ellas. No lloraba. Pero respiraba con el esfuerzo contenido de quien siente dolor en cada bocanada.

Dai dejó la bici tirada y se acercó, en silencio. Cuando estuvo a su lado, se arrodilló. No dijo "hola", ni "qué pasó". Solo estiró una mano y le tocó la manga.

Él no se movió. Pero tampoco la apartó. Ella se sentó junto a él. No como antes. Esta vez más cerca. Lo suficiente como para que el calor de su cuerpo se sintiera.

Pasaron segundos. O minutos. Hasta que Elijah murmuró, sin mirarla:

—Mi madre no está muerta. Solo... se fue.

Dai bajó la mirada.

—Me dijo que era una puta. Que me dejó. Que ni siquiera soy... algo que valga la pena y todo eso.

La voz le tembló al final. No fue un sollozo. Pero fue algo igual de vulnerable. Un quiebre contenido.

Dai no pensó. Se inclinó instintivamente hacia él y lo abrazó. Con todo el cuerpo. Lo envolvió como si quisiera meterlo en sí misma, como si abrazándolo pudiera cubrir los años de dolor, las frases dichas con veneno, las noches sin consuelo.

Elijah se quedó quieto al principio, sin saber qué hacer con eso. Luego se dejó caer sobre su hombro, con una torpeza que dolía.

Y entonces pasó.

La primera lágrima. Pequeña. Obstinada. Cayó rápido, como una presencia que no pidió permiso. Elijah no la limpió. No la negó. Sólo bajó la cabeza.

—No estoy llorando —dijo.

—Lo sé —susurró ella, sin soltarlo.

Se quedaron así un rato. El viento soplaba con esa fuerza que parece que va a llevarse algo, pero nunca se lleva lo que uno desea.

—A veces quisiera no haber nacido —dijo él de pronto.

Dai lo miró. Con una seriedad que pocas veces usaba.

—No digas eso.

—Es verdad. Siento que no pertenezco a ningún sitio. Que soy un error que nadie quiso corregir... él mismo lo dijo.

—Tú no eres un error —dijo, sin dudar—. Eres mi persona favorita.

Elijah la miró por fin. Se miraron por varios segundos que se estiraron como el tiempo justo antes de que algo se rompa o se revele. Y aunque no se dijeron más, los ojos de ambos sabían.

La noche ya no era sólo oscura. Era pesada.

Elijah se recostó de espaldas sobre la hierba húmeda y cerró los ojos. Dai se acostó a su lado, sin tocarlo.

—¿Te puedo contar algo? —dijo ella.




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