La lluvia de la tarde había dejado las calles húmedas, salpicadas por los faroles encendidos que se reflejaban en el pavimento como luces flotantes. El cielo estaba despejado ahora, con esa tonalidad azul cobalto que solo aparecía después de una tormenta breve. Dai bajó del taxi con una mezcla de curiosidad y recelo. No estaba acostumbrada a arreglarse para este tipo de cosas. No desde hacía años. Revisó su bolso por cuarta vez —llaves, billetera, algo de maquillaje por si le daba por sentirse insegura— y caminó hacia el punto de encuentro con un leve nudo en el estómago.
Lo había pensado dos veces antes de aceptar la invitación de Elijah. No porque no quisiera verlo —esa excusa ya había dejado de sostenerse—, sino porque había algo en esa clase de eventos que aún le removía capas viejas, con su antiguo yo, el que se sentaba al piano durante horas hasta olvidarse del mundo, esperándola detrás de cada compás. De cualquier manera, no era una cita. Elijah había sido claro. "Conseguí entradas para un concierto en la sinfónica. No sonaba mal. ¿Qué te parece?" Había usado ese tono neutral suyo, ese que se deslizaba entre lo casual y lo sutilmente personal. "Nada formal", había dicho. Dai había respondido con un "¿por qué no?" tan breve como fingidamente desinteresado. Pero había tardado veinte minutos sólo en elegir abrigo.
Pero allí estaba, caminando con cuidado sobre los escalones mojados, con el corazón latiendo un poco más rápido de lo que la situación ameritaba.
Lo vio esperándola cerca de la entrada, de pie bajo el toldo, con las manos en los bolsillos del abrigo y esa expresión tranquila que a veces ocultaba más de lo que decía. Cuando la vio acercarse, sonrió. Una sonrisa sencilla, sin dramatismos, pero que consiguió calentarle el pecho.
—Puntual —comentó Elijah cuando ella estuvo lo suficientemente cerca. No traía paraguas, su cabello aún un poco húmedo por la llovizna previa.
—Tú también —respondió Dai, deteniéndose frente a él. Bajó la mirada hacia sus zapatos—. ¿Vienes a eventos culturales seguido o esta es tu manera sutil de impresionarme?
Él rió por lo bajo.
—Vi el cartel por casualidad hace unos días. Pensé que te gustaría. No tengo idea de lo que van a tocar —dijo, encogiéndose de hombros—. Pero sonaba como algo que podría gustarte a ti.
No supo cómo responderle de inmediato. Había algo torpe, pero profundamente honesto en ese gesto. Elijah no entendía de música clásica, pero había pensado en ella. No como un capricho, sino como alguien a quien, quizás, le vendría bien un reencuentro.
Entraron sin apuro, con los pasos amortiguados por la alfombra del vestíbulo. Dai se despojó del abrigo, dejando al descubierto un suéter color perla de cuello alto. Elijah, sin pensarlo demasiado, tomó su abrigo y lo colgó junto al suyo. Un gesto minúsculo, sí, pero la forma en que lo hizo, con una naturalidad desconcertante, dejó una impresión desproporcionada en ella.
Tomaron asiento en la cuarta fila, lo suficientemente cerca para ver los rostros de los músicos. Dai sentía el zumbido de los preparativos reverberar por la sala: los instrumentos afinándose, las risas bajas, los murmullos del público acomodándose. Cerró los ojos un segundo, y ese sonido —tan familiar, tan olvidado— se deslizó en su pecho como una memoria líquida.
—¿Todo bien? —preguntó Elijah, en voz baja.
Dai asintió. Luego lo miró de reojo, con una media sonrisa.
—Es raro. Estar aquí. Escuchar esto...
—¿Y eso es algo bueno o malo?
—Todavía no lo sé —respondió con honestidad.
El teatro se sumió en silencio cuando las luces se atenuaron. El director alzó la batuta, y al instante, el primer acorde de la orquesta llenó la sala con una delicadeza que parecía deslizarse por el aire. Dai sintió el cuerpo aflojarse poco a poco. La música se colaba por sus costillas, despertando algo dormido.
Mientras la melodía avanzaba, notó que Elijah no miraba el escenario con la atención de un conocedor, sino con la curiosidad paciente de alguien que no entiende del todo, pero que se esfuerza por estar presente. Había una ternura silenciosa en eso.
En medio del segundo movimiento, una pieza en la que el piano tenía un protagonismo suave, Dai sintió cómo el pecho le palpitaba de forma distinta. Era un tema que había tocado alguna vez, en algún recital de su adolescencia. Recordó el peso de las teclas, el temblor de sus dedos, la forma en que respiraba entre compás y compás para no perderse.
Y por un momento, no fue una ex-pianista sentada junto a alguien que la conocía a medias, sino una parte viva de esa música, aunque solo fuera en la memoria.
Cuando terminó la primera parte del concierto, Elijah se inclinó un poco hacia ella.
—¿Es raro decir que me está gustando aunque no entienda nada?
—No. Es lo más honesto que se puede decir.
Él sonrió, y por un instante, sus miradas se quedaron fijas. No había coquetería evidente, ni juegos. Solo esa quietud que a veces los atrapaba sin previo aviso. Un silencio compartido, cómodo. Porque todo ya estaba dicho, no hacía falta traducir nada.
La segunda parte del concierto pasó como un suspiro, y cuando salieron al aire fresco de la noche, Dai sentía los sentidos más despiertos que al llegar. Caminaron sin apuro por la acera mojada. Elijah metió las manos en los bolsillos de su abrigo, con los hombros encogidos por el frío.
—Gracias por invitarme —dijo ella, deteniéndose junto a una farola—. No pensé que me afectaría tanto.
—¿En qué sentido?
—En el bueno. Antes, escuchar música así me dolía. Me recordaba todo lo que dejé. Pero ahora... no lo sé. Se sintió distinto. Más mío. Sin esa culpa, creo.
Él la miró durante unos segundos, y luego, con voz baja, dijo:
—Quizás es porque ya no estás escuchándola como algo perdido.
Dai sintió un nudo en la garganta. No respondió. En su lugar, alzó la vista hacia las ventanas del edificio frente a ellos, donde las luces parpadeaban como pequeños fuegos domésticos.