Elijah no solía pasar por el centro del pueblo a media mañana. Mucho ruido, muchas personas. Pero ese sábado necesitaba café, y el único lugar decente donde lo vendían estaba justo frente al mercado. Salía con una bolsa de tela bajo el brazo cuando la reconoció entre la gente.
Dai estaba parada frente a un puesto de verduras, discutiendo con una señora sobre qué ramillete de perejil se veía más fresco. Llevaba el cabello recogido en un moño deshecho, la bufanda amarilla de siempre y un par de bolsas de tela que parecían a punto de reventar. Había algo extrañamente familiar en la escena. Como si ese instante ya hubiera existido antes.
—Podrías considerar adoptar un carrito de esos con ruedas —dijo Elijah, acercándose con una media sonrisa.
Dai giró la cabeza, sorprendida. No demasiado.
—Me niego —respondió—. Es el inicio del fin. Después de eso vienen los zapatos ortopédicos y la hipoteca de una casa en los suburbios.
Elijah rió bajo. Se inclinó para mirar dentro de una de las bolsas que ella cargaba.
—¿Qué llevas ahí? ¿Una cosecha completa?
—Manzanas, espinaca, harina, té de menta, y una señora me regaló unos tomates porque dice que tengo "cara de buena hija".
—Tiene ojo —comentó él, extendiendo la mano sin preguntar—. ¿Te ayudo?
—No, estoy bien —mintió. Ya no sentía los dedos.
Él no respondió; simplemente se acercó, le quitó una de las bolsas y comenzó a caminar, sin dejar espacio para discusión.
—¿Siempre tan caballeroso? —preguntó Dai, siguiéndolo.
—Sólo con personas selectas. Y con bolsas que amenazan con asesinar dedos inocentes.
Caminaron juntos entre saludos breves de vecinos y el crujido leve de las hojas bajo los pies. Elijah notó que ella conocía a casi todos los vendedores por nombre. Él, en cambio, seguía sintiéndose un extraño en su propio pueblo. Era curioso cómo se podía vivir tanto tiempo en un lugar y, sin embargo, cargar con la sensación de estar apenas de paso.
—¿Entonces estás quedándote en casa de tus padres? —preguntó él, para romper el silencio que se había asentado con comodidad entre los dos.
—Sí. Naomi quería que estuviéramos todas para su cumpleaños. Y papá está teniendo días buenos últimamente. Supongo que no podía decir que no.
—¿Y Hana?
—Con Philip, el fin de semana. Tienen una especie de tradición absurda de construir castillos con almohadas y destruirlos al estilo Godzilla. Yo no pregunto.
Elijah sonrió, imaginándose la escena con más ternura de la que esperaba.
—Sabe cómo pasarla bien, al menos.
El cielo estaba nublado, pero no lo suficiente como para anunciar lluvia. Solo esa típica grisura suave que Gales parecía fabricar a propósito.
—¿Hasta dónde vas? —preguntó él, acomodando la bolsa en su brazo.
—A casa. Voy a dejar todo en el huerto antes de que mamá empiece con sus "¿ya trajiste lo que te pedí?" y me mire como si le hubiera fallado a su linaje.
Elijah asintió. Reconocía el tono. No necesitaba explicación.
—¿Te molesta si te acompaño? —preguntó, y entonces agregó con un gesto sobrio—. Prometo no hablar de clima ni política local.
Ella sonrió.
—No me molestaría aunque lo hicieras.
El camino se hizo más tranquilo cuando salieron de la calle principal. Las casas eran más dispersas y el aire olía a leña húmeda y tierra. Al llegar a la verja lateral de los Mori, Dai empujó con el pie el pestillo oxidado. Elijah se detuvo al verla.
No era solo que no hubiera pasado por ahí en años. Era que, durante mucho tiempo, evitó deliberadamente hacerlo. Todo era muy distinto a como lo recordaba. Lo supo al reconocer los restos de lo que una vez fue una granja completa, ahora reducido a una porción de tierra cuidada con esfuerzo.
Dai notó cómo su mirada se detenía en los detalles: la banca al fondo, las macetas viejas, el cobertizo bajo el limonero.
—Tuvimos que vender casi todo cuando papá enfermó —respondió Dai—. Las ovejas, los campos grandes, incluso el gallinero. Pero mamá se quedó con esta parte. Dice que mientras pueda plantar sus cosas, sigue siendo su casa.
Elijah se detuvo por un momento y miró a su alrededor. El pequeño huerto, perfectamente delimitado con estacas y cordeles, tenía una belleza austera. Los bancales de col rizada, los brotes de nabo, las zanahorias aún cubiertas de tierra. Había algo profundamente íntimo en ese espacio.
—No sabía que esto estaba así. Supongo que nunca vine.
—No. Tú evitabas esta calle como si te fuera a tragar la tierra —dijo Dai, con una sonrisa ladeada, mientras dejaba las bolsas junto a un banco de madera bajo el alero de una caseta.
—¿Era tan obvio?
—Solo para alguien que también evitaba pasar por la otra cuadra —dijo ella, y Elijah soltó una risa baja.
Se quedaron en silencio unos segundos. Elijah se apoyó contra el borde de la mesa. Dai recogía un manojo de espinaca con las mangas arremangadas. Había tierra en sus uñas y una hoja enredada en el elástico de su cabello.
—Te ves cómoda aquí —comentó él, sin pensar demasiado.
—Es el único lugar donde se me permite ensuciarme sin culpa.
—Y también te ves como alguien que podría usar esto como excusa para no responder mensajes.
Dai rió, alzando una ceja.
—¿Estás insinuando que no te he contestado?
—Estoy insinuando que me dejaste en visto tres veces esta semana. —Elijah cruzó los brazos, pero su tono no tenía ni una pizca de reproche.
—Estaba ocupada.
—¿Con el ajo?
—Y el perejil. El mundo no se riega solo, Elijah.
Hubo una pausa, y ambos sonrieron al mismo tiempo.
—¿Sabes qué es raro? —dijo ella, mientras volvía a la banca y se sentaba, sacudiéndose la tierra de las manos.
—¿Qué?
—Que esto no sea raro.
Elijah se quedó callado. Entendió lo que quería decir. Que no se sintiera incómodo estar ahí, los dos solos, en un lugar lleno de pasado. Que pudieran reírse. Que la tierra no pesara tanto como antes.