—¿Te estás subiendo con esos zapatos? —murmuró Elijah, desde el borde del techo, una pierna ya arriba, el saco de traje prestado tirando de su hombro con torpeza.
—Por supuesto... para que sepas, son todoterreno —respondió Dai, haciendo equilibrio sobre la vieja escalera de madera que crujía en una queja sorda.
Llevaba puestos unos tacones plateados que, desde abajo, no habían parecido tan mala idea.
—Podrías morir.
—No te librarás de mí tan fácilmente.
Una risa compartida, breve y cómplice, los empujó hasta la cima. El tejado de la casa de los Mori era amplio, plano en la parte trasera, y se abría como un balcón secreto hacia la noche. Una brisa leve les movía el cabello y, más allá, el pueblo dormía como un animal viejo: callejones oscuros, techos iguales, y las luces de las farolas parecían un mapa estelar al revés.
Se sentaron con las piernas colgando. Elijah estiró el cuello del saco incómodo. Dai estiró las piernas para arrancarse los zapatos.
—Mi mamá va a matarme si descubre que me escapé del baile —dijo ella—. Aunque supongo que prefiere eso a que haya terminado la noche presa por golpear a Charlie.
Elijah ladeó la cabeza, curioso.
—¿Charlie? ¿El de biología?
—Sí. Me pidió que fuera su cita y dijo que le gustaba mi manera de ver el mundo. Que era "intrigante". Usó esa palabra —dijo Dai, sus labios formando una mueca.
—Qué pretencioso.
—Lo sé. Pero luego, cuando llegué, lo vi con una de las hermanas Doyle, creo. Besándola detrás del salón de actos... Luego me guiñó un ojo y dijo: "No te enojes, es solo una grad". Le grité que podía metérselo por donde no da el sol.
—Suena a ti.
—Mamá me escuchó. Casi me arranca el moño del peinado ahí mismo.
Elijah sonrió pero se quedó en silencio.
—¿Y? —preguntó Dai, mirándolo de reojo—. ¿Vas a decir algo?
—Solo estoy intentando no celebrar internamente que Charlie sea un imbécil.
Ella se rió. Él también.
—Eres un tonto.
Él no respondió. Solo la miró un segundo más de lo necesario, hasta que ella bajó la mirada y abrió la bolsa que llevaba colgada al hombro. Sacó dos cervezas de jengibre, las había tomado de la nevera escondida en el lavadero.
—¿No son esas las que tu papá reserva para cuando gana al póker?
—No le importará, estaba dormido cuando salí. Está más cansado, ¿sabes? Dice que son los turnos largos, pero... no sé, creo que es algo más. Últimamente hasta subir las escaleras le toma una eternidad.
Abrieron las botellas con una navaja que Elijah llevaba en el bolsillo del pantalón. Brindaron sin decir por qué.
Bebieron sin hablar mucho. Las farolas lanzaban sombras largas que hacían que todo pareciera más blando, como un recuerdo aún no vivido. El cielo estaba claro, lleno de estrellas que parecían haber sido puestas ahí solo para esa noche.
—¿Sabes quién me preguntó por ti hace unos días? —dijo Dai, sin mirar—. Gracie. La de arte. Dijo que cree que eres misterioso y sensible.
Elijah rodó los ojos y arrugó la nariz.
—Me regaló un collar de cuentas que decía "ELIHJA". Me lo dejó dentro del cuaderno de historia.
—¿Y?
—Se lo devolví con una nota que decía "Te haría bien atender a las clases de ortografía".
—Cruel.
—Honesto.
Dai sonrió de lado mientras Elijah se apoyaba sobre las palmas. Los dedos tensos contra las tejas calientes.
—¿Te gustaba Charlie?
—No. Pero pensé que me gustaría que me gustara. Como un experimento.
—¿Y resultó?
—No. Me di cuenta de que solo quería que alguien me eligiera, aunque no supiera bien para qué.
Elijah giró el rostro hacia ella.
—Yo te habría elegido.
La frase cayó con un peso invisible entre los dos. Dai bajó la vista, jugueteando con la pestaña de la lata de cerveza.
—¿Lo dices porque sabes que ya es tarde?
—Lo digo porque es verdad.
Ella se rió bajito, pero la risa se le rompió a la mitad.
—Últimamente siento que ya no somos los mismos.
—No lo somos.
—Y que... es como si esta noche fuera de las últimas.
Elijah se recostó sobre una teja rota, el saco desacomodado. Dai hizo lo mismo, con las manos tras la cabeza. Desde allí, las estrellas eran tantas que parecían moverse.
—¿Te asusta? —preguntó Elijah.
—¿Y si te digo que no?
—Te creo.
—¿Te enoja?
—No. Pero duele, creo... Es confuso.
—Pensé que eso de la universidad sería emoción y vértigo y libertad. Pero tú estás aquí. Y eso lo complica.
Sus manos estaban a unos centímetros de tocarse. Ninguno hizo el intento.
—¿Y tú? —preguntó ella—. ¿Qué vas a hacer cuando acabe todo?
—Sobrevivir, supongo. Encontrar trabajo. Hacer listas. Comprar el pan. Ser útil.
—No me gusta eso. Que tu plan sea simplemente seguir funcionando.
—No tengo mucho margen para más.
—Pero mereces más.
—Tú sí.
Silencio otra vez. Pero esta vez, más denso. Más vivo.
Elijah se incorporó. No de golpe. Lo hizo con una lentitud que hablaba de un peso en el cuerpo, de algo muy antiguo en su interior que le suplicaba no estropearlo.
—Dai...
—¿Qué? —murmuró ella.
Ella se sentó también. El pelo le caía a un lado, una hebra le cruzaba la boca. Y entonces Elijah la miró. La miró como quien quiere recordar algo para siempre.
Y la besó.
Fue lento, consciente. Con esa quietud de los gestos inevitables. Con la certeza de quien reconoce algo que ya era suyo, incluso antes de tocarlo. Ella no se movió al principio, sorprendida, pero luego respondió con una delicadeza que solo se tiene cuando se está demasiado cerca de perder algo.
Cuando se separaron, no dijeron nada. Solo respiraron. El aire se volvió más denso; era la sensación de haber abierto una puerta oculta y desconocida, una que nunca supieron que estaba ahí.
Dai fue la primera en sonreír. Pequeño. Como un suspiro que se escapa con dificultad.