Elijah llegó primero.
No porque fuera especialmente puntual, sino porque esa tarde se sentía inquieto, y caminar unas calles antes de tiempo era mejor que quedarse en casa dándole vueltas a todo. El parque ya comenzaba a llenarse de gente: grupos con mantas grandes, parejas con vino en termos reutilizables, niños correteando entre las hileras de sillas plegables. Al fondo, la pantalla blanca todavía estaba apagada, flanqueada por guirnaldas de luces tenues que colgaban como hilos de estrellas aún sin encender.
Buscó un lugar que no estuviera demasiado cerca ni demasiado atrás. Un lugar en el medio, bastante parecido a casi todo lo que había intentado con Dai últimamente.
Cuando ella llegó, traía una bolsa de tela con dos botellas de té frío y un paquete de papas fritas que no se molestó en ocultar que era comprado de camino. Llevaba el cabello suelto, apenas recogido por un pasador en un lado, y una chaqueta ligera que parecía demasiado fina para lo que prometía la noche. Se saludaron con un gesto sencillo, con la familiaridad de quienes ya se habían cruzado ese día.
—¿Llegaste hace mucho? —preguntó ella, acomodándose sobre la manta que Elijah ya había extendido.
—Lo suficiente para evitar al tipo con el ukelele —respondió él.
Dai se rió.
—¿Aquel? Creo que toca en todas las ferias de barrio. Debe tener pacto con el municipio.
—Estoy seguro de que es eterno. Un ente musical omnipresente.
Elijah se sentó a su lado, con las piernas cruzadas. La película no había comenzado todavía, pero una voz por los altavoces ya anunciaba la programación de los próximos días. Dai hojeaba el folleto con desinterés, más por tener algo en las manos que por verdadera curiosidad.
—¿Has visto esta? —preguntó él, señalando el cartel de la noche: "Casablanca", en blanco y negro, versión restaurada.
—Sí. Hace años. Con una ex compañera del conservatorio. Intentábamos convencernos mutuamente de que nos gustaban los clásicos. Creo que las dos terminamos dormidas a la mitad.
—¿Y ahora?
—Ahora no tengo que fingir. —Sonrió y lo miró de reojo—. Aunque tú te ves como alguien que disfruta de películas lentas con finales ambiguos.
—Eso suena más ofensivo de lo que debería.
—Pero es verdad, ¿no?
—Es dolorosamente verdad.
Una brisa leve movió la tela de la manta y Dai se frotó los brazos por encima de la chaqueta. Elijah notó el gesto sin decir nada y rebuscó en su mochila. Sacó una manta extra —de esas de lana fina, con un patrón discreto— y la desplegó con cierto aire ceremonioso.
—La traje por si acaso —dijo, extendiéndola hacia ella—. Aunque sea para disimular que estamos aquí por la película y no por la comida.
Dai lo miró con una ceja alzada, pero no rechazó el gesto. Se acomodó la manta sobre las piernas con un suspiro contento.
—Supongo que tener compañía con previsión vale más que una película de los cuarenta.
—Eso espero. No soy muy competitivo, pero dudo poder ganarle a Humphrey Bogart en blanco y negro.
Las luces se atenuaron. La película comenzó sin grandes anuncios, con ese inicio abrupto que siempre parece más elegante en cintas antiguas. Alrededor, la gente se acomodaba, algunos en sillas bajas, otros directamente sobre el césped. Una pareja mayor ya estaba compartiendo un termo de café detrás de ellos. Una niña pequeña preguntó en voz alta si los protagonistas iban a besarse, y su madre respondió que "al final, tal vez".
Dai se reacomodó sobre la manta, dobló las piernas y apoyó la cabeza en el hombro de Elijah sin avisar. Lo hizo con una naturalidad que lo desarmó por completo, la clase de cercanía que parecía haber existido siempre en otra línea del tiempo. Y así había sido.
Él no se movió. No la miró. Solo sintió el peso leve de su cabeza y el roce de su cabello contra la tela de su abrigo. Era un gesto íntimo, pero no grandilocuente. No buscaba reacción ni escondía segundas intenciones. No era una pregunta. Era algo más cercano a una declaración muda de confianza.
Después de unos minutos, Elijah giró apenas el rostro, sin romper la quietud.
—¿Cómoda?
—Bastante —respondió ella, sin abrir los ojos.
—¿Dormida?
—Casi. Pero prometo no roncar. O al menos no más que tú.
—Difamación sin pruebas.
—Tengo testigos. Naomi. Hana. Mi madre, probablemente.
—Me están difamando en tres generaciones.
Dai soltó una risa suave. Elijah notó cómo el sonido vibraba contra su brazo.
La película continuaba, pero ninguno de los dos prestaba demasiada atención. El brillo de la pantalla reflejaba luces inciertas sobre sus rostros, pero los ojos de Dai estaban cerrados. A ratos comentaban escenas sueltas, sin seguir el hilo real del argumento.
Elijah dejó salir un suspiro pesado.
—¿Sabes? A veces pienso que si volviéramos al pasado y lo intentáramos otra vez, igual habríamos fracasado.
—Sí —dijo ella sin dudarlo—. Porque no sabíamos quiénes éramos. Ni quién era el otro.
—¿Y ahora?
—Ahora... no me da miedo conocerte. —Abrió los ojos y lo miró, todavía apoyada en él—. Antes me aterraba lo que eso podía significar.
Él asintió despacio.
—Y ahora yo no necesito ser otra persona para que me mires.
Ninguno dijo más. La película avanzaba hacia su tramo final, y por un momento dejaron que el silencio hiciera el trabajo de las palabras que no encontraban. Había algo profundamente humano en esa quietud: dos personas que no necesitaban definirse para saber que algo estaba ocurriendo entre ellos, algo pequeño pero sólido, como una raíz que empieza a expandirse debajo de la tierra sin que nadie la vea.
Cuando terminó la función, la gente comenzó a levantarse y a sacudirse la hierba de la ropa. Algunas risas, comentarios sueltos sobre el final, luces de celulares encendiéndose. Dai se incorporó sin prisas y estiró los brazos.
—¿Tienes hambre o quieres caminar un poco?
—¿Puedo decir las dos cosas? —preguntó Elijah.