Un Lugar En El Medio

14:36, ayer

El lago parecía una postal de verano. El cielo, limpio, con nubes como pedazos de algodón apenas esparcidos; el agua, brillante, salpicada de barcas, risas y los gritos de los últimos adolescentes que aún no sabían qué hacer con tanta de la nueva libertad.

En la orilla, se habían desplegado toallas, mantas y barbacoas. Era la despedida no oficial de la clase graduada del colegio de Monmouth, organizada a último minuto por alguien con parlantes potentes y conexión al papá con camioneta. Una celebración un poco improvisada, un poco forzada, con la conciencia compartida de que después de esto ya no quedaría excusa para volver a reunirse.

Dai llegó algo tarde, con una ensalada que nadie pidió, y un gesto contenido en el rostro. Llevaba el cabello suelto y una camiseta que ya le quedaba más corta de lo que recordaba. Saludó a algunos compañeros y escaneó la multitud sin disimulo. No lo vio.

Pero minutos después, apareció Elijah, caminando desde el estacionamiento con la sombra de siempre en los ojos y una mochila colgándole de un solo hombro. No venía solo. Junto a él iba Maeve Ellis, una chica de su clase: guapa, sí, pero con esa forma de hablar que parecía calcular cuánta atención recibía con cada palabra. Maeve se reía de algo que Elijah había dicho, y le tocaba el brazo con demasiada familiaridad.

Dai apretó la botella de agua que tenía en la mano hasta que crujió.

—Qué bonita coincidencia —dijo una voz a su lado. Era Owen, un excompañero que tenía el don de aparecer solo cuando podía ser incómodo.

—¿Qué?

—Que vinieron juntos. Elijah y Maeve. ¿No eras tú la que decía que Maeve tenía el carisma de una bolsa de pan?

—Dije "una bolsa de pan mojado", para ser exactos —replicó Dai, y se alejó.

Pasaron las primeras horas entre cervezas frías, comida grasosa, y conversaciones que giraban en torno a la universidad, la incertidumbre, los planes, las becas. Elijah y Dai se saludaron con un gesto apenas visible. Él se sentó lejos, bajo un árbol. Ella trató de no mirar, y fracasó.

A media tarde, cuando el sol pegaba fuerte, Dai se acercó al lago y metió los pies en el agua. Estaba fría, con esa sensación de que ya nada puede retroceder.

—¿Viniste sola? —preguntó una voz detrás.

Era Elijah.

—Sí. ¿Y tú?

—Maeve me pidió que la trajera. Pero ya se fue. Dijo que tenía "cosas que hacer". Supongo que me dejó en libertad.

—¿En libertad?

—Eso sonó horrible, ¿verdad?

—Solo un poco.

Elijah se sentó junto a ella. Por un momento no dijeron nada. El sol se reflejaba en el agua y parecía que todo tenía un tono dorado, falso.

—¿Vas a seguir viéndola? —preguntó Dai, sin mirarlo.

—¿A Maeve?

—¿A quién más?

Elijah dudó.

—No lo sé. Es agradable.

—También lo son los aspersores automáticos en sequía. No significa que quieras pasar tiempo con ellos.

Él rió por la nariz, breve.

—¿Estás celosa?

—Solo me preocupa tu gusto... o tu falta de él.

—Claro.

El silencio volvió. Pesado. Dai se arrepintió de inmediato. No quería pelear. Pero tampoco quería morderse la lengua.

—Hoy me confirmaron la plaza en la orquesta de Cardiff —soltó.

Elijah giró el rostro hacia ella.

—¿Cuándo te vas?

—Un par de meses. O menos.

—Vaya.

Ella esperó algo más. No llegó.

—Eso es todo lo que vas a decir.

—¿Qué quieres que diga, Dai? ¿Que me alegro por ti? Porque lo hago. En serio. Pero también estoy un poco... mierda, no sé.

—¿No sabes qué?

—Sólo... siento que tú ya te fuiste hace tiempo.

Fue como una sacudida.

—No digas eso.

—Es verdad. Has estado distinta. Distante. Como si ya estuvieras con un pie en otra parte.

—¿Y tú qué? ¿Besas a alguien y después apareces con Maeve Ellis como si nada?

—No es así.

—¿Entonces cómo es?

—No lo sé, Dai. ¡No sé! No sé qué estamos haciendo. No sé si te beso o si sólo sueño con hacerlo otra vez.

Un trueno lejano cortó el aire. Las primeras gotas cayeron, tímidas, sobre la superficie del lago.

—Perfecto —murmuró Dai—. Lo que faltaba.

La gente comenzó a moverse rápido. Algunos corrieron hacia los autos, otros se metieron bajo los toldos improvisados.

Dai echó a andar en dirección opuesta, hacia un viejo cobertizo de madera que conocía desde niña. Elijah fue tras ella, sin decir nada.

Una vez dentro, el sonido de la lluvia se volvió más fuerte, más real. Estaban empapados, de nuevo.

—¿Por qué no me lo dijiste? —preguntó él de pronto—. Que audicionaste a escondidas. ¿Por qué no me llamaste?

—Porque sabía que ibas a reaccionar así. Con enojo. Con resentimiento.

—Genial —murmuró, con los dientes apretados—. Creías que no te apoyaría... ¡Ahora estoy dolido, Dai! ¿Eso no cuenta?

—Claro que cuenta. Pero no todo gira en torno a ti.

Elijah se apartó de ella y se quitó la camisa para escurrirla. Al levantarla, Dai notó algo en su abdomen.

Un moretón.

Grande. Violáceo. A medio sanar.

—¿Eso qué es?

Elijah se giró, rápido.

—Nada.

—¿Nada?

—El bar. Me golpeé.

—¿Con qué? ¿Con un tren?

—Dai...

—¿Hugh?

El silencio lo confirmó todo.

Dai se acercó. Muy despacio. Con la misma cautela que se tiene al tocar algo que podría quebrarse. No preguntó más. Solo apoyó la frente contra su espalda, mojada y tensa.

—A veces no sé cómo ayudarte —murmuró—. Solo sé que quiero hacerlo.

Él bajó la cabeza. Sus hombros se aflojaron. Un poco.

—¿En serio te vas? —preguntó, con la voz apenas temblando.

—Sí.

Elijah volteó muy despacio.

Se miraron. Esta vez no hubo tormenta entre ellos. Solo afuera, rugiendo como una advertencia.

Y ahí, en medio del silencio y la humedad, fue él quien se inclinó esta vez. El beso fue lento, contenido. Parecía que todo el dolor, la rabia, los celos y la tristeza hubieran encontrado una sola válvula de escape. Fue un beso de despedida sin decir adiós, ambos lo sabían.




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