Era sábado por la mañana y el cielo tenía ese azul lavado que solo aparece cuando ha llovido la noche anterior. La ciudad estaba en calma, o al menos lo más cerca posible de estarlo. Dai se detuvo frente al portón de la escuela mientras Hana se despedía con un beso rápido y corría hacia el grupo de niños que ya se organizaban en filas. Llevaban mochilas pequeñas, botas de goma y gorras desparejas. Iban a una excursión de medio día al jardín botánico. Nada especialmente memorable, pero suficiente para que Hana despertara con una energía imposible de contener.
Dai sonrió y se quedó observando un momento. Había aprendido, con los años, a no aferrarse demasiado al tiempo compartido, sino a la sensación que quedaba después. A veces, esa sensación bastaba para sostenerla el resto del día.
—Tiene tu misma forma de despedirse —dijo Elijah a su lado, con una pequeña sonrisa—. Rápido, como si el mundo no pudiera esperar.
Dai entrecerró los ojos sin mirarlo.
—¿Y eso se supone que es algo bueno o un defecto de personalidad?
—Un halago camuflado. Pero tú decides cómo interpretarlo.
Ella soltó una risa leve. Llevaba un suéter de lana claro y el cabello recogido en una trenza floja. Elijah, como de costumbre, vestía simple: chaqueta negra, jeans, camiseta oscura. Habían quedado en llevar juntos a Hana porque el colegio quedaba camino a una galería donde él necesitaba recoger unos materiales. Pero una vez que la niña desapareció dentro del edificio, ninguno hizo ademán de continuar con sus planes.
—¿Tienes hambre? —preguntó él, ajustándose la correa del bolso al hombro.
—Un poco —admitió Dai—. Pero no quiero sentarme en ningún sitio lleno de gente.
—Entonces tengo una idea mejor.
El parque estaba a unas seis cuadras del colegio, escondido entre calles secundarias y árboles viejos que parecían susurrar entre sí. No era grande ni particularmente bonito, pero tenía bancos de madera medio desvencijados, una fuente con musgo en la base y un rincón con sombra donde casi siempre había silencio.
Se sentaron en la hierba, con una manta que Elijah sacó de su bolso sin demasiada ceremonia. De la misma mochila también emergieron dos envases de arroz con verduras y tofu, envueltos en papel y aún tibios.
—No digas nada —pidió Elijah antes de que ella pudiera abrir la boca—. Me lo prepararon esta mañana. Solo me tomé el crédito.
—¿Puedo al menos fingir que eres tú el chef misterioso?
—Claro. Y puedo fingir que no me siento orgulloso de haber traído cubiertos de verdad en lugar de esos de plástico endeble.
Dai sonrió y aceptó el tupper. Se sentaron lado a lado, con las piernas estiradas, observando cómo algunas familias cruzaban con perros o niños en bicicletas pequeñas. El bullicio de la ciudad parecía lejano.
Comieron en silencio durante unos minutos. Era un silencio cómodo, nada forzado. Elijah la observaba de reojo, notando cómo ella removía el arroz de un lado a otro antes de probarlo, pensó que quizás necesitaba asegurarse de que todo estuviera en su sitio. Siempre había tenido esos pequeños gestos: como tocarse la punta del cabello cuando estaba distraída o fruncir apenas el ceño cuando algo le gustaba más de lo que quería admitir.
—¿Tú también pensabas que a esta edad todo iba a tener más sentido? —preguntó de pronto, sin levantar la vista de su comida.
Elijah tardó un poco en responder.
—Pensaba que iba a tener certezas. Que iba a sentirme seguro. Pero no... —suspiró—. A veces siento que sigo improvisando sobre el escenario, con el telón a medio caer.
—¿Y si no hay un guión? ¿Y si sólo se trata de resistir el vértigo y seguir?
—Entonces nos deberían pagar más por la actuación —murmuró él.
Ambos sonrieron. Elijah dejó su tupper a un lado y se recostó sobre un codo, girando el cuerpo hacia ella.
—¿Hace cuánto que no estás con alguien? —preguntó con tono neutro, sin carga emocional.
Dai no fingió sorpresa. Ni siquiera evitó la pregunta. Solo respiró hondo.
—Hace... unos tres años, creo. Nada serio. Antes de que Hana se enfermara. Y antes de eso, relaciones largas pero... vacías. ¿Y tú?
—Algunas personas. Algunos intentos. Pero al final todo se repetía —dijo él con calma—. El mismo ciclo. La parte de la atracción, la conexión superficial... y luego el caos.
—¿Tu caos o el de ellos?
—El mío, la mayoría de las veces. —Elijah se encogió de hombros—. Supongo que para mí, estar con alguien siempre fue... desordenado. Intranquilo. Sentía una extraña necesidad de explicarme constantemente. Aclararlo todo.
Dai asintió, comprendiendo más de lo que habría querido.
—Es agotador tener que traducirse todo el tiempo.
—Sí —dijo él con un hilo de voz—. Por eso ya no tengo interés en volver a empezar con alguien que necesite instrucciones. Si voy a intentarlo otra vez, quiero que sea con alguien que ya sepa. Que ya me haya visto así. Que no se asuste si una noche no puedo hablar de lo que me pasa... o si me hundo en mi cabeza por horas.
—¿Y si esa persona también está rota?
—Mejor. Podremos hablar en nuestro propio idioma.
Dai bajó la mirada. Jugó con el borde del recipiente vacío entre los dedos. No dijo nada.
Elijah no la presionó. Solo se incorporó un poco más, con los brazos cruzados sobre las rodillas.
—No estoy diciendo que tenga que pasar ahora —agregó con voz baja, casi murmurando para sí mismo—. Sólo... si alguna vez se da, quiero que sea real. Sin que ninguno tenga que fingir que ya está completo.
Unos segundos más. Luego Dai levantó la mirada y lo sostuvo sin sonreír.
—Pienso que no hace falta prometer estar bien todo el tiempo. Lo que de verdad importa es que no te dejen solo cuando no lo estén.
Elijah se quedó en silencio. Y luego asintió, con una convicción simple.
—Eso sí puedo prometerlo.
El viento volvió a soplar con suavidad. Un perro ladró a lo lejos. Una niña gritó "¡te toca!" en medio de un juego invisible.