Dai salió del edificio a paso lento, su cuerpo respondiendo al desgaste de un día que parecía haber sido más largo de lo normal. No por la cantidad de trabajo —aunque tampoco había sido liviano— sino por ese agotamiento sutil que se acumula en los márgenes: correos que no llevan a nada, reuniones que podrían haber sido un memo, silencios forzados en la sala de descanso. El tipo de cansancio que se instala entre los omóplatos y hace que hasta el viento de la noche se sienta demasiado frío.
Apretó el abrigo contra su pecho, más por hábito que por temperatura, y buscó con la mirada algún taxi.
Entonces lo vio. O más bien, lo reconoció.
El taxi detenido frente a la acera, con el motor encendido. La ventana del copiloto medio baja. Y Elijah, inclinado contra la puerta, con un ramo de alhelíes lilas en la mano.
Dai parpadeó.
—¿En serio? —dijo al acercarse, señalando las flores con una ceja alzada.
Elijah ladeó la cabeza, dudando entre sentirse orgulloso o avergonzado.
—Las lavandas me parecían muy... herbolarias. Y pensé que los alhelíes tienen mejor reputación.
Ella lo miró un segundo más, y luego soltó una risa inesperada, sincera.
—Bueno, puntos por esfuerzo botánico.
Él le abrió la puerta del taxi con un gesto contenido, todavía sin acostumbrarse del todo a esos momentos que rozaban lo íntimo. Dai entró al auto con el ramo entre las manos, con los dedos envolviendo los tallos con más cuidado del que pensaba.
—¿Y esto a qué se debe? —preguntó mientras él se acomodaba a su lado.
—Hay una presentación esta noche —explicó Elijah—. Un exalumno mío. Va a exponer sus primeros trabajos fuera del entorno académico. Es en un pub, nada formal. Pensé que podrías acompañarme.
—¿A un pub con exposición de arte? —arqueó una ceja—. Suena como una cita muy indie.
—No es una cita. —El tono era tranquilo, pero la sonrisa le desmentía—. Pero traje flores, así que puede confundirse.
Dai lo miró de reojo, divertida, y no añadió nada más.
El pub estaba medio escondido entre callejones secundarios, con un cartel de madera envejecido que crujía cada vez que pasaba una brisa. Las luces dentro eran tenues, amarillas, con bombillas colgantes expuestas que lanzaban sombras suaves sobre las mesas de madera.
Al fondo, una pequeña sección de pared había sido despejada para la exposición: dibujos a carboncillo, retratos de figuras humanas distorsionadas con expresiones vívidas y texturas crudas. Elijah caminaba junto a Dai, haciendo anotaciones breves con los ojos, a veces señalando un trazo con la punta del dedo sin tocar nada.
—Tenía dieciséis cuando lo conocí —dijo—. Dibujaba con una rabia rara. Daba la sensación de que todo le ardía por dentro. Me alegra verlo así ahora.
Dai observó una de las piezas con atención. Una figura femenina sostenía una lámpara encendida en medio de un cuarto oscuro. Había algo inquietante y, a la vez, profundamente humano en el trazo.
—¿Te pasa seguido? —preguntó—. Ver que tus alumnos superan tus expectativas.
—Más de lo que admito. Pero no es un orgullo arrogante. Es más como... alivio. Saber que encontraron un lenguaje propio.
Dai asintió, sintiendo una leve punzada en el estómago. Pensó en sus antiguos alumnos, en los que había tenido cuando todavía tocaba, cuando enseñaba piano en pequeños talleres de verano. Pensó en cómo el tiempo había barrido esa parte de su vida casi sin pedir permiso.
Después de un rato, encontraron una mesa en una esquina menos concurrida. Había una banda improvisada en un rincón del local: contrabajo, teclado y una cantante de voz rasposa que parecía haberse tragado varias tormentas.
Pidieron algo de beber —vino tinto para Dai, una cerveza de jengibre para Elijah— y hablaron sobre todo y nada. Sobre anécdotas absurdas del colegio, sobre una clienta que Dai no soportaba y que había insistido en corregirle un informe con un bolígrafo rosa. Sobre los nombres más extraños que Elijah había escuchado en sus talleres, incluyendo uno que resultó ser un seudónimo inspirado en un personaje de un videojuego.
Cuando la música subió un poco más, Dai se estiró en su silla, estirando también las piernas, sintiendo que el cuerpo le pedía movimiento.
—¿Te animas? —preguntó, señalando con la cabeza un espacio improvisado donde algunas personas empezaban a moverse al ritmo de la música.
—¿A bailar?
—Sí. Ya que estamos rompiendo moldes esta noche.
Elijah la miró un segundo, de la misma manera que si evaluara el nivel de peligro, y luego se puso de pie. Dai lo siguió, con la risa brotándole más rápido de lo usual.
El baile no era elegante ni sincronizado, pero sí libre. Ella se reía con los ojos entrecerrados, el vino, la música y el día largo habían desbloqueado algo antiguo en ella, algo que llevaba demasiado tiempo quieto. Elijah no bailaba bien, pero no parecía importarle. Solo la seguía, sin ritmo claro, consciente de que con estar allí ya era bastante.
En algún momento, Dai tropezó sin querer —el piso no era parejo y alguien pasó muy cerca— y él la sujetó del brazo con una naturalidad que no se sintió invasiva. Sus rostros quedaron cerca. La risa de ella se apagó lentamente mientras lo miraba.
—No puedes mirarme así después de hacerme reír —susurró.
—¿Así cómo?
—Como si no pudieras creer que estoy aquí.
Elijah no dijo nada al principio. Solo levantó una mano y le acomodó un mechón de cabello detrás de la oreja. Sus dedos rozaron apenas la piel de su mejilla. El gesto fue breve, pero dejó una huella.
—Sigues siendo la persona más brillante en cualquier lugar —dijo con voz baja, pero clara.
Dai parpadeó, sintiendo que las palabras le llegaban al oído, pero tardaban en asentarse en su cuerpo. No respondió. Pero tampoco se apartó.
Volvieron a la mesa después de un rato. Bebieron el resto en silencio. No porque no tuvieran nada más que decir, sino porque no hacía falta.