Un Lugar En El Medio

16:30, ayer

Las gaviotas regresaron antes que Dai. El otoño se filtraba en el pueblo como un viejo conocido, empujando el aire por las ventanas abiertas y arrastrando consigo el eco de cosas que ya no volverían. Elijah lo notó todo. Lo notaba desde hacía días.

Desde que Dai le dijo que se iba, algo se había torcido entre ellos. Seguían hablándose, claro. Seguían compartiendo los mismos círculos, los mismos chistes, el mismo bar con olor a madera y limón viejo. Pero cada frase era más corta. Cada encuentro, más coreografiado. Como interpretando el papel de Elijah y Dai en vez de serlo.

El beso, por supuesto, no se mencionaba.

Era más fácil así. Fingir que fue solo un momento raro. Un resbalón. Un malentendido adolescente. Elijah era experto en fingir. No tanto en olvidar.

—¿Vendrás hoy al ensayo general? —preguntó Dai, un jueves cualquiera.

No lo miró al decirlo. Fingía ordenar los libros del comité de actividades. Elijah pensó que no podría importarle menos ese papel arrugado que sostenía en las manos.

—¿Quieres que vaya?

Ella se encogió de hombros.

—Haz lo que quieras.

Él fue.

Se sentó en el fondo del salón, junto a una señora que tejía sin ver y dos niñas que jugaban con un globo sin aire. Dai tocaba sin mirar al público. Se perdía en el piano con la esperanza de que ahí dentro pudiera esconderse del mundo. Elijah la observaba en silencio, con una de sus libretas en el regazo.

No dibujaba en público. Nunca. Pero esa tarde, sin pensarlo, comenzó a esbozarla. Las manos sobre las teclas, la sombra de sus cejas cuando se concentraba, la curva de su espalda. Dibujaba rápido, temiendo que fuera a olvidarlo todo si se detenía. Buscando grabar en el mundo la certeza de que ella había existido así, de esa forma, justo antes de irse.

Terminó el boceto y lo arrancó. Lo guardó en el bolsillo interior de su chaqueta.

Luego se marchó antes de que ella pudiera verlo.

—-

El sábado, Theo irrumpió en la cocina del bar como un vendaval.

—Vamos a nadar.

—Estoy trabajando.

—Renuncia. Yo lo hice dos veces esta semana y ni siquiera tengo trabajo.

—Theo...

—Nadar o llorar por Dai. No se puede hacer ambas cosas.

—No voy a llorar.

—Entonces nademos.

Elijah no nadó. Caminó con él hasta el canal y se tumbó en el pasto, con los ojos entrecerrados, pensando en los dibujos que tenía guardados bajo el colchón. Eran todos de ella. Algunos a lápiz, otros en carboncillo. Algunos de la espalda de Dai al alejarse. Otros de sus manos. Ninguno tenía su rostro completo. Tal vez temía atraparla del todo.

—¿Por qué no se lo dices? —preguntó Theo, lanzando una piedra al agua.

—¿Decirle qué?

—Lo que es evidente para todos los que te hemos visto mirarla en los últimos doce años.

—Porque ya se va —dijo Elijah, sin molestarse en explicarlo más.

Theo se rió burlonamente.

—Es lo más idiota que te he oído decir. Y eso que has dicho cosas muy idiotas.

Dos días después, fue a la casa de Dai. No sabía muy bien por qué. Tal vez solo quería verla una vez más sin que fuera una despedida oficial. Rin lo recibió con su habitual calidez, aunque notó que tenía los ojos cansados.

—Está arriba. En su habitación —dijo.

—¿Puedo...?

—Claro.

Elijah subió. El corazón le retumbaba. Golpeó la puerta con los nudillos. Nada.

Volvió a intentar. Esta vez oyó un "pasa" apagado.

Entró.

Dai estaba sentada en el suelo, rodeada de partituras, bolsas abiertas repletas de ropa y papeles por todas partes. Había una lista en la pared con tareas marcadas: “empacar la cafetera”, “ensayo final”, “llamar al abuelo”. Cuando se encontró con sus ojos los reconoció hinchados, con ese brillo opaco que deja el llanto. Lo miró un segundo y luego desvió la vista.

—No esperaba que vinieras.

—Yo tampoco.

Un momento de silencio.

—¿Puedo sentarme?

Ella asintió. Él se acomodó en el suelo, con las piernas cruzadas, sin tocar nada. Dai evitó mirarlo. Hacía calor en la habitación, y olía a loción de lavanda, como siempre.

—¿Sabes qué me molesta? —dijo Dai, sin mirarlo—. Que no te enojaras más.

—¿Más?

—Sí. Que solo dijeras “vaya” cuando te conté que me iba. Que no reclamaras. Que no gritaras. Que no te atrevieras a decir “no quiero que te vayas”.

—Porque no tengo derecho.

—¡Sí lo tienes! —gritó de repente—. ¡Claro que lo tienes!

Elijah la miró.

—¿Y tú? ¿Vas a decirme que no querías que te dijera eso solo para que pudieras sentirte mejor contigo misma?




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