Un Lugar En El Medio

18:00, hoy

El estudio de Elijah estaba envuelto en un tipo particular de quietud, de esas que no son incómodas ni solemnes, sino casi reverentes. Del mismo modo que si el aire allí adentro entendiera que no debía romperse sin una buena razón.

Dai se había quitado los zapatos al entrar, más por costumbre que por necesidad. Caminaba descalza sobre el suelo de madera pulida, con pasos lentos, dejándose llevar por la luz que entraba a través de las claraboyas. La tarde filtraba un tono dorado, pero templado, como miel espesa sobre las superficies.

El estudio ocupaba todo el tercer piso del edificio. Amplio, con techos altos y ventanas grandes. El olor era una mezcla de trementina suave, polvo de tiza y algo más: algo que Dai no podía nombrar pero que se sentía como hogar. No como su hogar. Sino como el de alguien que había aprendido a habitarse sin prisa.

No era la primera vez que visitaba ese espacio, pero había algo distinto en esa tarde. Quizás porque estaban solos. Quizás porque no había planes definidos. O quizás, simplemente, porque lo que sentían empezaba a desbordar los márgenes de la cautela.

Elijah, en silencio, la observaba mientras ella recorría los cuadros apoyados contra las paredes. Algunos estaban terminados, otros apenas empezaban a revelarse bajo manchas de color y trazos nerviosos. En uno se distinguía un rostro femenino inclinado hacia una taza. Otro mostraba dos siluetas caminando por un muelle borroso.

—Este me gusta —dijo Dai, señalando uno donde predominaban los verdes apagados y las líneas ondulantes.

—Lo empecé sin saber a dónde iba —respondió Elijah, cruzado de brazos a un par de metros de distancia—. Y terminé pintando algo que no recordaba que aún tenía en la cabeza.

Ella lo miró por encima del hombro.

—¿Y qué era?

—Un recuerdo. Algo que pensé que ya no me importaba.

Dai se agachó y se sentó en el suelo de madera, con las piernas cruzadas. Observó el lienzo con una seriedad que contrastaba con la suavidad de su expresión. Elijah se acercó sin decir nada, dejó el cuaderno que tenía en la mano sobre una silla cercana y se sentó a su lado.

Durante unos segundos, sólo se oía el murmullo del pueblo lejano, el crujido de las vigas y la respiración acompasada de ambos.

—¿Te pasa seguido? —preguntó ella sin apartar la vista del cuadro—. ¿Recordar cosas que creías enterradas mientras pintas?

—Todo el tiempo. —Elijah soltó una leve risa—. Es la forma más traicionera de terapia.

Dai asintió con una pequeña sonrisa, sin mirarlo todavía. Luego se dejó caer hacia atrás con un suspiro, estirando los brazos por encima de la cabeza. Su cabello oscuro se esparció por el suelo como un manto ondulado.

—Estoy cansada —murmuró—. Pero no del día. Cansada de correr.

—¿Y si dejas de correr un rato? —preguntó Elijah, apoyando una mano en el suelo, cerca de la de ella.

Dai giró el rostro hacia él. Sus ojos se encontraron. No había tensión. No había prisa. Solo ese espacio suspendido, en el que el tiempo parecía estirarse para permitirles entender que habían llegado a un lugar que no sabían que estaban buscando.

—¿Sabes qué me impresiona de ti? —dijo ella, con voz baja.

—¿Mi habilidad para comprar flores sin parecer un idiota?

Ella rió, apenas, un soplo.

—No. —Lo miró con más atención—. Que después de todo lo que te pasó, aún puedas crear cosas hermosas.

Elijah bajó la mirada un momento, un tanto incómodo, sin saber bien qué hacer con esas palabras. Luego volvió a alzarla, más sereno.

—No siempre me sale. Pero algunas veces... cuando me siento menos como una mierda... pienso en que tal vez es justo por todo eso que puedo hacerlo. No a pesar de, sino por.

Dai no dijo nada. Solo lo siguió mirando, y fue entonces que sucedió.

No hubo un cambio brusco en el ambiente. No hubo música, ni una línea de diálogo predestinada. Solo un leve movimiento, apenas un giro de sus cuerpos acercándose, conscientes de que ese silencio no podía quedarse sin respuesta.

Elijah se inclinó despacio, y ella no se apartó. El beso fue inevitable.

No fue torpe, ni urgido. Fue contenido, pero lleno. Como si toda la historia que cargaban se hubiera concentrado en ese instante exacto. Como si, por fin, encontraran un idioma común que no necesitara explicaciones.

Los labios de Elijah eran cálidos y firmes, pero dudosos por un segundo, preguntando con reverencia si estaba permitido. Dai fue quien disolvió esa duda, al entreabrir los suyos con una lentitud casi agradecida.

Se besaron como se besan quienes ya se conocen. Con la devoción de quien ha esperado mucho. Con la certeza de que hay cosas que solo pueden entenderse al tacto.

Cuando se separaron, no hablaron. Elijah apoyó la frente contra la de ella. Dai cerró los ojos. El momento no pedía más.

Al cabo de unos minutos, ella se incorporó con suavidad.

—Debería irme —susurró.

—Lo sé —respondió él sin moverse.

Ella se puso de pie y se acomodó el cabello detrás de las orejas. Parecía más liviana, más joven. Tenía la calma de quien acaba de liberarse de un abrigo invisible, pesado y antiguo.

—Gracias por mostrarme esto... de nuevo —dijo, señalando el lugar entero con una mano breve.

—Aquí siempre eres bienvenida.

Antes de salir, Dai se giró una última vez. Lo vio allí sentado, rodeado de sus cuadros, con una expresión que no era de tristeza ni alegría, sino algo entre ambas.

Y sonrió.

Caminó de regreso a casa de sus padres con las manos en los bolsillos del abrigo y un rubor que no se le borró hasta mucho después.

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Nota de autor:

AAAAAAAAAAAAAAAAAAAAHHHHHHHAXNOSHDNCOIHFWEPIDÑQIEWOFJNSACJLSCPQWHBYWQTSFAKVMBPÑSIJ

Ria 🦋




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