Un Lugar En El Medio

22:38, hoy

A la cocina la arropaba ese tipo de silencio doméstico que sólo aparece cuando la noche cae del todo y no queda nadie más despierto en casa. Dai se inclinaba sobre el fregadero, con las mangas del suéter subidas hasta los codos y las manos hundidas en el agua tibia enjabonada. Elijah, a su lado, secaba los platos con una toalla despareja de lunares grises.

Habían horneado galletas. O mejor dicho, lo habían intentado. La primera tanda se había quemado en los bordes porque se distrajeron hablando, y la segunda tenía forma de cualquier cosa menos de círculo. Pero habían reído. Mucho. Dai no recordaba la última vez que había reído tanto por algo tan simple.

Hana se había dormido temprano, vencida por el azúcar y la emoción. Elijah se había ofrecido a ayudar a limpiar antes de irse, y ella no lo había detenido.

El espacio tenía una calidez especial esa noche, un resabio del calor del horno y de las risas suaves que habían flotado entre las paredes.

—No estoy diciendo que no te agradezco la ayuda —dijo Dai, pasándole un plato—, pero deberías estar en casa con tus papeles. Dijiste que tenías que revisar lo del seguro médico de tu padre.

Elijah tomó el plato, lo secó y lo colocó con cuidado en la repisa.

—Lo haré. Todavía no son las once.

—Igual. No me hagas sentir culpable por secuestrarte.

—¿Tú? ¿Culpable? —Elijah alzó una ceja, con una sonrisa ladeada—. Imposible. Tienes el alma limpia.

Dai resopló, pero sus mejillas se tiñeron apenas de color.

—Y tú estás exagerando. Como siempre.

—¿Y tú no? Dijiste que sabías hacer galletas.

—Hey, técnicamente salieron del horno. Son comestibles. Eso ya es una victoria.

Elijah se apoyó un segundo contra la encimera, dejando la toalla a un lado. Dai notó que no la miraba directamente, sino de perfil, pensando en algo que aún no decidía decir.

—¿Qué? —preguntó ella, secándose las manos.

Él negó despacio, pero luego se encogió de hombros.

—Nada. Es solo que... me gusta esto.

—¿Secar platos?

—Estar aquí. Contigo. Así.

El silencio que siguió no fue incómodo, pero sí más denso. Dai bajó la mirada un segundo, más por costumbre que por intención. Luego se apoyó también contra el borde del fregadero, a un paso de él.

—A mí también. Pero... —hizo una pausa, respiró hondo—. No sé qué estamos haciendo, Elijah.

Él la miró esta vez, con atención.

—¿Te preocupa?

—Me confunde.

Hubo otro silencio, más íntimo. El aire en la cocina parecía haberse vuelto más espeso, más atento. Dai jugaba con el borde de su manga, estirando el hilo suelto que colgaba de la costura.

—No quiero que esto —dijo finalmente, en voz baja— se convierta en una broma. En algo sin nombre ni dirección, que flote hasta deshacerse. Ya no estoy en edad para meterme en algo que no tiene suelo.

—No es una broma para mí —respondió Elijah, con la misma seriedad—. Pero tampoco quiero que se convierta en una repetición del pasado.

Dai levantó los ojos. Elijah la sostenía con la mirada, sin dureza, pero con firmeza.

—No quiero volver a perderte así —dijo él—. No quiero que terminemos otra vez por no saber hablar, o por no entender cuándo el otro estaba intentando.

—¿Y ahora sí estamos intentándolo?

—No sé si con las palabras correctas, pero creo que sí.

Dai lo observó en silencio por un largo momento. Luego asintió con un gesto breve, pero lleno de significado.

—Está bien.

Él sonrió. Fue una sonrisa tranquila, sin artificio. De las que uno se gana, no de las que se lanzan al aire como moneda.

—Está bien —Elijah tomó aire—. Podemos ir despacio.

—¿Y si lo arruinamos otra vez? —preguntó ella, sin retórica. Como quien pregunta algo que teme escuchar.

—Entonces al menos lo habremos intentado sabiendo quiénes somos ahora. No versiones idealizadas. No fantasmas.

Dai cerró los ojos un segundo. Cuando los abrió, su expresión era distinta. Todavía cargada de duda, pero con menos miedo.

—Lo que más me asusta —dijo ella— es lo mucho que me sigue importando lo que pase contigo.

—A mí también.

Elijah volvió a tomar la toalla y secó los últimos utensilios sin decir nada más. No hacía falta. A veces, lo importante ya se había dicho, aunque no tuviera nombre.

Dai lo acompañó hasta la puerta, y él, como siempre, se detuvo antes de salir. Fue ella quien esta vez le acomodó el cuello del abrigo, sin mirarlo directamente.

—Cuídate. No te duermas encima de los papeles.

—Haré mi mejor esfuerzo.

Elijah sostuvo su mirada un segundo más, buscando que las palabras no quedaran sueltas en el aire. Luego, sin decir nada más, se inclinó con suavidad y le besó la frente. Fue un gesto sencillo, pero lleno de algo que no necesitaba explicación: cuidado, ternura, afecto antiguo que se negaba a desaparecer.

Dai cerró los ojos al sentir el contacto. No se movió, no dijo nada. Solo dejó que ese momento se quedara en el cuerpo un poco más.

Él se apartó sin prisa, le dedicó una media sonrisa que parecía guardar más de lo que decía, y salió al pasillo en silencio.




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