El galpón se deshacía lentamente entre grietas, maderas vencidas y polvo. Un sitio al margen del pueblo, olvidado por todos, excepto por ellos.
Dai había llegado con una bolsa colgando del brazo, y una botella de sangría barata medio oculta bajo la chaqueta. Elijah la esperaba ya adentro, sentado sobre un saco viejo, las manos cruzadas, el cuerpo rígido. Solo alzó la mirada cuando ella empujó la puerta de metal y lo dejó entrar todo: el sol del atardecer, el polvo en el aire, y esa sensación irrefrenable de final.
Ninguno habló al principio. Solo se acomodaron lado a lado, con la espalda contra la pared agrietada, mientras los rayos oblicuos de luz entraban por los huecos en el techo, dibujando líneas irregulares sobre el suelo.
—Mañana a las ocho —dijo Dai finalmente.
Elijah asintió. No preguntó nada. No dijo nada. No confiaba en su voz.
—No quería que fuera aquí —añadió ella, mirando hacia el techo—. Quería despedirme en un lugar que no se sintiera como... nuestros lugares.
—Este sitio no es nada.
—Exacto. Así duele menos.
No era verdad. No dolía menos. Dolía diferente. Dolía en otro rincón del pecho, como una aguja hundiéndose muy hondo.
—¿Tu papá ya sabe?
—Desde hace semanas —dijo ella—. Fue idea suya que me llevara mi madre. Dice que prefiere despedirse en casa.
—¿Cómo está?
—Se duerme antes de las siete y se tropieza más de lo normal. Mis hermanas solo lo miran raro. Pero yo lo sé. Sé que algo no está bien.
Elijah asintió, incómodo. No sabía cómo lidiar con la fragilidad ajena. Tampoco con la propia.
Dai se acercó un poco. Tomó un sorbo largo de sangría directamente de la botella y lo pasó sin decir nada. Elijah bebió también, con torpeza, empujando el líquido en un intento por disolver el nudo que llevaba adentro.
—¿Y tú? —preguntó ella, girando el rostro hacia él.
—¿Yo qué?
—¿Estás bien?
Él se encogió de hombros.
—¿Alguna vez lo estuve?
Dai lo miró con algo parecido a la tristeza, pero sin dramatismo. Ya no se sorprendía de las respuestas así. Había aprendido a descifrarlas. A entender lo que Elijah no decía.
—¿Qué fue esta vez? —preguntó ella, y señaló con la cabeza el costado visible de su clavícula, apenas asomado por el cuello de la camiseta: un moretón nuevo, oscuro.
Elijah bajó la mirada.
—No importa.
—Claro que importa.
—Ya no me duele.
Dai suspiró. No insistió. A veces, no era valentía callar. Era respeto.
Compartieron la botella, palabras sueltas y algunas risas deslavadas. Dai le habló de la audición, de los nervios, de cómo todavía no había encontrado departamento, pero tenía dos entrevistas con compañeras de orquesta. Elijah fingió escuchar con atención, aunque solo se le grababa una cosa: que todo ya estaba listo. Que ella ya tenía un lugar que no era este.
—Una chica de la orquesta me dijo que en la ciudad hay un sitio que sirve sātā andāgī todos los días. No como aquí, que solo los preparan en la feria de otoño —dijo ella, buscando alivianar el aire.
—Me alegro —dijo él.
—¿Tú qué vas a hacer?
—Seguir.
—¿Trabajando en el bar?
—Sí.
—¿Y dibujando?
Elijah apretó los labios.
—Hace semanas que no dibujo nada.
—¿Por qué?
—Porque no me sale.
Dai se acercó un poco más, despacio, midiendo la distancia como quien avanza sobre hielo delgado.
—Te dejé algo.
—¿Qué?
—En la biblioteca. En el libro de los cuentos islandeses. Segunda página. No lo abras todavía. Espera unos días.
Elijah la miró, por fin.
—¿Qué es?
—Una tontería. Algo para que no te olvides de mí tan rápido.
—Nunca podría.
—¿Seguro?
—Sí.
Dai lo miró con una sonrisa triste, pero cargada de ternura. Le rozó el brazo sin querer —o no tan sin querer—, y Elijah se quedó quieto.
—¿Tú sabías —dijo ella de pronto— que había una chica en la clase de inglés que estaba enamorada de ti?
Elijah arqueó una ceja.
—¿Quién?
—La rubia. La que siempre lleva flores secas en la carpeta. En San Valentín me dio una carta para que te la entregara... nunca lo hice, obviamente.
—No sabía.
—Claro que sí.
—No me interesa.
—¿Por qué?
—Porque no eres tú.
El silencio que cayó después fue distinto. Más denso. Más punzante.
Dai no parpadeó. Se le encogió un poco el pecho, pero no lo mostró.
—¿Por qué nunca hablamos de lo que pasó?
—¿Qué cosa?
—El beso.
Elijah apretó la mandíbula. Miró al suelo.
—No sé.
—¿No te gustó?
—Me asustó.
—¿Por qué?
—Porque pensé que significaba algo. Y tú... te fuiste al día siguiente como si nada.
—Pensé que tú te arrepentías.
—¿Y tú?
—Yo solo me asusté también.
Volvieron a quedar en silencio.
Y entonces Dai se acercó un poco más. Lo suficiente para que el roce de sus piernas no pareciera accidental. Para que el alcohol y el polvo y el crepúsculo hicieran lo suyo.
—¿Qué somos, Elijah?
Él tragó saliva. Le temblaban las manos.
—No lo sé.
—¿Y qué quieres que seamos?
Elijah finalmente la miró. Y se dio cuenta, con un sobresalto mudo, de que estaba intentando memorizarla. Cada detalle. El lunar al final de su ceja. La forma en que su nariz se arrugaba apenas al reír. La manera en que siempre jugaba con el borde de su ropa cuando estaba nerviosa.
—Quiero que no te vayas —murmuró él, sin darse cuenta de que lo había dicho en voz alta.
Dai giró el rostro, seria.
—No digas eso.
—Pero es verdad.
—No lo es. Yo... necesito hacerlo. No puedo quedarme aquí esperando a ver si algo cambia.
—¿Algo? ¿Te refieres a mí?
—No. A todo. A este pueblo, a mi casa, a mis propias ganas de correr siempre.
Él tragó saliva. Se incorporó un poco, interponiendo el espacio como un escudo involuntario.
—¿Y yo qué, Dai? ¿Solo soy parte del decorado?