—Traje vitaminas —anunció Elijah, entrando sin esperar respuesta y levantando una bolsa de papel cual bandera.
Dai levantó la vista desde el suelo de la sala, donde estaba ayudando a Hana a armar un rompecabezas de castillos y unicornios. Parpadeó un par de veces, luego sonrió.
—¿Otra vez? Vas a conseguir que Hana piense que eres algún tipo de médico clandestino.
—Ya tiene edad para sospechar. —Se encogió de hombros mientras sacaba de la bolsa una manzana, una mandarina, y algo que parecía una raíz de jengibre—. Dosis triple, edición premium.
—Eso es jengibre.
—Sirve para la garganta. Leí un artículo.
Hana soltó una risita baja, todavía concentrada en encajar una pieza difícil. Elijah se agachó junto a ellas, no sin antes sacudirse las gotas de lluvia del abrigo. La ciudad estaba gris ese día, espesa, con la atmósfera cargada, y las ventanas a punto de cerrarse en un gesto sincronizado.
—¿Esto va aquí? —preguntó, señalando una parte del rompecabezas.
—No. Eso es un unicornio. Estás intentando ponerla en el castillo.
—Lo siento. No soy muy bueno con la realeza.
—Eso es porque no ves los colores —dijo Hana con seguridad, y Dai rió, llevándose la mano a la boca para disimular el bostezo.
Elijah la miró. Tenía el rostro cansado, pero había algo sereno en la forma en que se dejaba caer sobre la alfombra. Esos momentos tan simples se convertían en su forma de sostenerse. O, al menos, de respirar.
—¿Cómo estuvo el día? —preguntó él.
—Pesado. Pero mañana será peor, así que... —se encogió de hombros— hay que aprovechar hoy.
—¿Mañana tengo escuela? —interrumpió Hana, mirando a su madre.
—Sí, momo-chan. Pero es corta.
—¿Eli puede venir?
Dai se sorprendió.
—¿A qué?
—A recogerme. Como la otra vez.
Elijah la miró, levantando las cejas.
—¿Estoy contratado?
—No si no prometes más mandarinas —murmuró Dai, fingiendo dureza. Elijah levantó las manos, rendido.
—Entendido. La próxima vez, sólo manzanas.
Hana volvió al rompecabezas con concentración renovada, satisfecha con la respuesta. Dai se puso de pie, estirando la espalda.
—Voy a poner a calentar agua. ¿Quieres té?
—Si no tiene raíces raras, sí.
Minutos después, mientras Hana coloreaba en la mesa del comedor, Elijah y Dai se encontraban en la cocina, uno frente al otro, sin mucha urgencia. Dai sacó dos tazas y las llenó con agua humeante.
—¿De verdad crees que las mandarinas arreglan el mundo? —preguntó ella con diversión, apoyándose contra la encimera.
—No. Pero son una excusa razonable para venir.
Dai lo miró por un segundo más de la cuenta, luego bajó la vista y se dedicó a girar la cucharita en su taza.
—¿Cuánto tiempo llevas en este departamento? —preguntó él, mirando alrededor, con la sensación de descubrir las paredes por primera vez.
—Un par de años. Lo suficiente como para tener cajas que todavía no he abierto —respondió, señalando con la cabeza una pila en una esquina.
—¿Por qué no las abriste?
—Porque sé lo que hay dentro.
Después del almuerzo, con la pereza propia de una tarde sin prisas, Elijah se levantó y fue directo a las cajas. Sacó una de las de arriba y la dejó sobre la mesa.
—¿Puedo?
Dai se encogió de hombros. Él rompió el precinto con una navaja que llevaba en el llavero y empezó a sacar objetos: libros viejos, una bufanda olvidada, papeles sueltos. Y luego, una foto.
Era una imagen antigua, descolorida por el tiempo: Dai, más joven, con un vestido azul oscuro. A su lado, un hombre pelirrojo de sonrisa perfecta, con el brazo alrededor de sus hombros. Ambos en lo que parecía ser una boda.
Elijah la sostuvo un momento, sin expresión.
Dai se acercó y, sin brusquedad, se la quitó de las manos. La volvió a guardar en la caja y la cerró.
—No hace falta que sigas.
—Claro.
No dijo nada más, pero el gesto quedó flotando entre los dos. No por celos, sino por lo que no se decía. Elijah no hizo preguntas. No lo necesitaba.
—Me olvidé que tenía eso ahí —dijo Dai, con la necesidad de justificarlo.
No hablaron de su exesposo. No hablaron de por qué la foto seguía ahí. Como tampoco hablaban de Hugh, aunque Elijah lo visitaba en el hospital dos veces por semana. A veces incluso salía más cansado de lo que entraba. Pero cuando Dai lo notaba y le preguntaba con suavidad si todo estaba bien, él sólo asentía, creyendo que esquivar el tema lo haría menos real.
Más tarde, salieron a caminar. Elijah insistió en llevar el paraguas aunque solo chispeaba. Dai le dijo que parecía un abuelo, pero igual caminó de su brazo.
Fueron al parque cercano, donde se sentaron en un banco frente al lago artificial. Había niños lanzando migas a los patos y una pareja joven tomando fotos con una cámara vintage.
—¿Te das cuenta de que Hana empieza a esperarte? —dijo Dai de pronto, sin mirarlo.
—¿Eso es bueno o malo?
—Todavía no lo sé.
Elijah giró la cabeza hacia ella, con una expresión que oscilaba entre la cautela y el cariño.
—¿Tú lo esperas?
Dai no respondió de inmediato. En su lugar, acomodó un mechón de cabello tras la oreja.
—Sólo espero que no termine mal para nadie, Elijah.
—Bueno... ya no somos los mismos de antes.
Ambos se quedaron en silencio. El viento soplaba apenas, y las hojas en el suelo giraban perezosas. Fue Elijah quien rompió el momento, bajando la vista con una sonrisa apenas visible.
—Te haré reír otra vez. Aunque sea con vitaminas.
—Preferiría un pastel.
—Haré uno. Pero no prometo que no explote en el horno.
—Con que no explotes tú, estoy bien.
Se rieron, y fue como un exhalar compartido.
Esa noche, Elijah no se quedó. Tenía pendiente una negociación con un cliente importante de Múnich y varias llamadas que lo esperaban. Pero antes de irse, en la puerta, Dai lo acompañó en pantuflas y con una manta sobre los hombros.