La maleta chirriaba en cada bache del empedrado, arrastrando su insistencia, como dudando ella misma. Era temprano, pero el sol ya pesaba con esa claridad molesta de los días que prometen demasiado. Andreas se había despedido en casa, con un abrazo más largo de lo habitual y un "llámame apenas llegues" disfrazado de sonrisa. Rin no había dicho mucho, solo una mirada intensa y ese gesto de alisarle el pelo como cuando era niña. Aiko ni siquiera se había levantado. Naomi lloró alrededor de cinco minutos y luego la regañó por llevarse su camiseta favorita.
Nadie dijo "quédate". Eso dolía más que cualquier grito.
El autobús llegaba a las 08:15. Dai caminaba hacia la estación con un vestido amarillo que no usaba desde hacía meses. Lo eligió por nostalgia, no por comodidad. El brazalete de flores de cerezo que le había pertenecido a su abuela tintineaba con cada paso. Le sudaban las palmas. Le dolía la garganta. Pero el corazón... el corazón estaba raro: no triste exactamente. Más bien expectante, aún aguardando por algo. O alguien.
—
El sol entraba por las rendijas mal selladas de la ventana, proyectando líneas de luz sucia sobre el suelo de madera agrietada. Elijah estaba sentado en la cocina, sin camiseta, con la espalda encorvada sobre la mesa. No había desayunado. Ni dormido. No había hecho nada salvo fumar el último cigarro que le encontró a su padre en la chaqueta, escuchando el tic-tac del reloj empotrado que alguna vez funcionó con precisión alemana.
En el bolsillo del jean tenía un papel doblado. El mismo de siempre. El que Dai le dejó dentro del libro islandés. No lo había abierto aún. Cada vez que pensaba en hacerlo, le temblaban los dedos.
El autobús salía a las 08:15. Él sabía la hora. Sabía el lugar. Sabía qué pasaba hoy.
Y aún así...
No se levantó.
—
La estación olía a aceite viejo, papel húmedo y tabaco. Dos bancos verdes. Una caseta de boletos. Un reloj que iba cinco minutos adelantado. El bus no había llegado todavía.
Había cuatro personas esperando. Ninguna con ojos como la miel al sol.
Dai fingió revisar su celular. Luego lo guardó. Volvió a sacarlo. Lo volvió a guardar. Pensó en ir al baño aunque no tenía ganas. Pensó en comprar algo, aunque no tenía hambre.
"Vendrá", se dijo. "Si llega en el último minuto, será igual de válido. Si corre. Si no dice nada y solo aparece..."
Pero el tiempo no se estira cuando uno lo desea.
—
El reloj del bar marcaba las 08:02 cuando entró. El lugar olía a madera mojada y cerveza seca. Ni rastro de su padre. Solo la radio encendida, y el eco de una conversación telefónica a medias.
Elijah caminó hasta la barra. Dejó caer el cuerpo sobre uno de los bancos. Miró sus manos.
"Podrías correr", pensó. "Podrías tomar la bici, bajar por el sendero junto al río y llegar justo cuando el autobús abra la puerta. Podrías no decir nada. Solo estar ahí."
Pero las piernas no se movían. No confiaba en ellas.
Tampoco en sí mismo.
—
El motor del autobús sonó como un rugido prehistórico. Los pájaros se callaron. Dai sintió un nudo en la garganta, pequeño al inicio, luego denso, luego... casi cómico. La gente se levantó. Ella también.
El conductor bajó con un bostezo y comenzó a revisar boletos sin entusiasmo.
Dai no se movió aún.
Volvió la cabeza hacia el pueblo. Miró hacia la calle larga que conectaba con el centro. Pensó que tal vez aparecería ahí, caminando, con esa forma torpe suya de moverse, con el pelo revuelto, con la mirada entrecerrada por el sol. Pensó que quizás...
Y entonces lo vio.
Lo jura.
Al fondo de la calle, junto al quiosco de madera, un chico con camiseta blanca. De espaldas. Alto. Delgado. El mismo modo de meter las manos en los bolsillos. La misma inclinación en la cabeza.
Dai dio un paso hacia adelante.
—¿Eli...?
Pero alguien cruzó en bicicleta frente a ella, tapando la visión por un instante.
Cuando volvió a mirar, ya no estaba.
Nada. Solo el quiosco. Solo la calle.
Solo el vacío.
—
Estaba en el parque. En el quiosco. No supo por qué fue allí. Sólo llegó. Se quedó de pie durante unos minutos, mirando el banco donde Dai le había contado una vez que su madre escondía caramelos en su abrigo cuando ella era pequeña.
El sol daba de lleno en la cara. Le ardían los ojos.
Quiso mirar hacia la estación. Lo hizo. Solo por un segundo.
Pero no se acercó.
El cuerpo entero se le tensaba. No por rabia. No por orgullo.
Por miedo.
A que verla irse fuera real.
A que quedarse fuera para siempre.
—
La puerta del autobús se cerró con un golpe seco.
Dai subió con el corazón encogido, sin entender si acababa de inventar a Elijah o si de verdad había estado ahí.
No lloró. No aún.
Se sentó junto a la ventana, y cuando el vehículo empezó a moverse, bajó la mirada. No quería buscarlo más. No quería comprobar que estaba o no estaba.
Porque si no estaba, dolería.
Y si sí estaba, dolería más.
—
Regresó al bar.
Se sirvió un vaso de agua.
Y por primera vez en semanas, buscó aquel cuaderno de bocetos que no había tocado en semanas en su mochila.
Lo abrió.
Y al encontrarla entre las páginas, no supo si adorarla o romperla.
Pero la sostuvo contra el pecho, en un gesto que parecía querer contenerlo todo.
Como si fuera ella.