Dai empujó la puerta giratoria con el cuerpo ligeramente inclinado hacia adelante, como quien entra a un territorio conocido pero nunca del todo amable. Caminó con ese paso que ya era suyo en esos pasillos: rápido, práctico, con una lista mental en ejecución. A su lado —un poco por detrás, procurando no interponerse en su ritmo— Elijah avanzaba en silencio, las manos dentro de los bolsillos, observando cómo ella saludaba por su nombre a dos enfermeras, cómo pedía los signos vitales de Hana sin necesidad de mirar la pantalla, cómo comprobaba por tercera vez que el cambio de medicación estaba registrado en la hoja correcta.
Hana estaba despierta, sentada sobre la cama con las piernas cruzadas, revisando un libro de pegatinas con dedicación ceremoniosa. Al verlos, sonrió con ese gesto contenido que aprendió a usar para tranquilizar a los demás.
—Hola, Momo —dijo Dai, suavizando la voz al instante, acercándose a abrazarla.
—Hola, mami. Hola, Eli.
—¿Cómo te sientes? —preguntó él, apoyándose en la baranda, inclinándose apenas hacia ella.
—Tengo sueño —respondió Hana, sincera.
Elijah le desordenó el flequillo con la punta de los dedos; Dai, en cambio, ya estaba de pie otra vez, revisando frascos y nombres, cotejando dosis, haciendo preguntas cortas y precisas a la enfermera. Elijah la observó un momento. No era nuevo para él. Lo había visto antes: ese modo en el que el miedo de Dai encontraba refugio en el control.
—¿No puedes... confiar en que lo tienen todo controlado? —murmuró, apenas audible, con una media sonrisa que quiso ser ligera.
Dai ni siquiera lo miró.
—Confío. Pero eso no significa que no deba revisar.
—¿Y cuándo te das permiso para respirar?
—Cuando ya todo está bajo control.
El tono fue más seco de lo que pretendía, pero no lo corrigió.
—¿Van a pelear?
—No, mi amor —Dai apretó los dedos de su hija con suavidad—. Solo hablamos.
Elijah sonrió a Hana con ternura y le susurró algo que la hizo reír. Se inclinó, la besó en la coronilla y se enderezó con un gesto mínimo.
—Voy por un café —anunció, casi en voz baja.
—Está bien —dijo Dai, sin apartar los ojos del papel.
La puerta se cerró tras él con un sonido suave. Dai exhaló. No porque quisiera que se fuera, sino porque a veces sentía que, ante él, sus temores tomaban una forma aún más indefendible. Y, sin embargo, no sabía cómo hacerlo de otra manera.
—
La cafetería del hospital era un limbo con espejos en lugar de ventanas. Elijah pidió un café que sabía a plástico y tiempo muerto, se sentó en una mesa cerca de la nada y se quedó mirando un punto neutro en el vidrio. Movía el vaso entre las manos sin decidirse a beber. Pensaba —o intentaba no pensar— en la forma en que Dai supervisaba todo con ese rigor que no descansaba, en su ortografía emocional hecha de listas y cifras. No es que él no entendiera el miedo; lo entendía demasiado bien. Solo que su miedo siempre había tenido otra forma: retirarse, cerrarse, morderse los bordes de la lengua para no decir nada que lo expusiera.
Quizás por eso, cuando el aire en la habitación se había vuelto espeso, él había necesitado salir. No de ella, no de Hana, no del hospital. De ese borde en el que sentía que su presencia no sumaba, que solo ocupaba espacio.
Terminó el café de un trago, como quien acepta una derrota pequeña, y volvió a la habitación más tarde de lo que pretendía. Dai estaba sentada con Hana, leyéndole los nombres de los colores de un libro ilustrado, pronunciando lento para convertirlo en juego. No lo miró cuando entró; él tampoco buscó su mirada. Estuvo, ayudó a recoger, preguntó sin insistir. Se despidió con una mano en el hombro de la niña, otra en el respaldo de la silla.
—Te escribo cuando llegue —dijo, ya en la puerta.
Dai sólo asintió.
De noche, su departamento parecía más grande. Hana dormía. La televisión estaba encendida, pero ninguna imagen lograba quedarse más de dos segundos en sus ojos. Sobre la mesa, un sobre con resultados de laboratorio parecía respirar por cuenta propia. Nada grave, nada nuevo. Y, sin embargo, su mente encontraba formas creativas de imaginar escenarios. Le escribió a Elijah mentalmente tres veces. En el teléfono, ninguna.
Podía llamarlo. Podía preguntar si había llegado bien. Podía decirle que lo sentía, que no sabía hacer otra cosa que revisar cada papel, que ejercer control era como aferrarse a una orilla cuando sentía que todo podía ceder. Podía decirle que le necesitaba ahí, aunque a veces le diera la impresión contraria.
Guardó el teléfono en el cajón. Volvió a encender la televisión. No estaba viendo nada.
—
Elijah tampoco dormía. Estaba sentado en el sofá del estudio, con un cuaderno abierto en las piernas y un lápiz que no hacía nada. Había querido escribirle varias veces algo simple —"¿Todo bien?"—, pero cada vez que lo pensaba sentía que formaba parte de la misma lista que a ella le daba miedo mostrar: la lista de cosas que les quedaban por decir. Y eran demasiadas.
Pensó en Philip. En cómo Dai desviaba el tema cada vez que sus nombres coincidían en la misma frase. Pensó en Hugh. En cómo él mismo esquivaba su sombra para no meterla en medio. Pensó en Hana, en su mano pequeña aferrada a las suyas, en la manera en que confiaba en él sin dudar. Pensó en el hospital, en el monitor, en el olor, en la sensación de que acompañar a alguien no siempre era quedarse pegado a una camilla, pero tampoco era huir hacia un café imbebible.
Apoyó la nuca en el respaldo, cerró los ojos, y dejó el teléfono a centímetros, boca abajo. No escribió. No llamó. No supo si estaba esperando que ella lo hiciera primero, o si solo necesitaba que el silencio les dijera algo que ninguno sabía formular.
—
El reloj del pasillo marcó las dos y media cuando Dai decidió rendirse al sueño. Apagó la televisión, guardó los papeles bajo un libro cualquiera y dejó el teléfono al lado de la cama, con el volumen en alto "por si acaso". Miró el techo. Se dijo que no pasaba nada. Que era solo un día difícil. Que los dos estaban cansados.