Glasgow
El vagón del metro avanzaba como un pensamiento necio, rápido, sin espacio para el silencio. Dai miraba su reflejo en la ventana empañada por la respiración de otros. Llevaba auriculares, pero no escuchaba música. Solo ruido blanco. Solo el rugido suave del acero corriendo bajo tierra.
Era joven, y la ciudad la devoraba con dientes suaves. No era la Dai de la colina, ni la del duraznero viejo, ni siquiera la que escapó en un autobús de pueblo. Era otra. Una versión más erguida. Más pintada. Más veloz.
Al principio, intentaron mantenerse cerca. Un mensaje la primera semana. Una videollamada breve desde la cocina compartida, mientras uno de sus compañeros de piso freía cebolla y masticaba chicle ruidosamente. Elijah había respondido con una sonrisa pequeña, incapaz de saber cómo sostenerla a la distancia. Le habló de una oveja que se escapó y terminó en el jardín de los vecinos, de un señor que confundió tornillos con botones. Ella le contó que en su edificio alguien tocaba el violonchelo a medianoche y que el ascensor siempre olía a curry. Se rieron. Un poco. Pero fue todo.
Después, los silencios se hicieron más largos. No por falta de afecto, sino por falta de ritmo. Por miedo a no saber qué decir. Por agotamiento. Por horarios opuestos. Por nada y por todo.
Esa mañana, Dai iba camino a los ensayos. El director había cambiado la hora y la ubicación sin previo aviso —algo habitual—, y ahora todos debían trasladarse a un pequeño teatro en una calle lateral, porque, según él, "el alma de Mahler se escucha mejor en madera vieja".
Dai no discutía. No con él.
—"No te lo estás tomando en serio" —le había dicho días antes—. "Tienes talento, pero no hay nada más triste que alguien talentoso sin disciplina."
Él era elegante, severo, olía a sándalo y tabaco. Nadie sabía su edad exacta. Algunos decían cuarenta, otros más. Su mirada la sacudía. Le decía cosas como "eres un animal salvaje intentando tocar con la delicadeza de un cisne", y eso la hacía sentir vista. Entrenada. Especial.
Cegada.
Monmouth
La hoja en blanco lo miraba en espera de una confesión.
Tenía veinte años. Trabajaba medio turno en la ferretería del pueblo y el otro medio limpiando en la estación de tren. Su padre había empezado a quedarse dormido en cualquier parte, con una botella en el pecho y la boca entreabierta. Elijah ya no se molestaba en cambiarle de sitio. Solo le quitaba los zapatos.
Durante algunas semanas, se escribieron cartas. Pequeñas. Con dibujos, notas de libros, recuerdos sueltos. Dai las mandaba desde la universidad o después de ensayos, a veces sin poner remitente. Elijah respondía en papeles doblados con precisión, con tinta azul y márgenes manchados. Una de esas cartas decía simplemente: "Todavía paso por nuestra colina. A veces pienso que también ella espera que vuelvas."
Pero con el tiempo, incluso las cartas se perdieron. Una sin sello. Otra de vuelta. Una tercera que él guardó sin saber si enviarla. Hasta que ya no hubo más.
Dibujaba en las madrugadas. Usaba papeles reciclados, hojas viejas, pedazos de cartón. Un rincón del sótano se había vuelto su refugio. No mostraba sus dibujos a nadie. Ni siquiera a Theo, que cada tanto volvía de Cardiff con galletas importadas y la nariz quemada por el sol.
Aquella tarde, sin embargo, fue distinta.
Un cliente extraño entró a la ferretería. No del pueblo. Zapatos muy limpios, acento del sur.
—¿Quién hizo eso? —preguntó, señalando una ilustración enmarcada tras el mostrador. Una de las pocas que Elijah había dejado colgada. Una mujer de espaldas, en un campo de té.
Elijah dudó. Dudó como siempre.
Pero dijo:
—Yo.
Y el hombre sonrió. Tomó una tarjeta. La dejó sobre el mostrador.
—Llámame si alguna vez decides salir de aquí. No hay nada peor que esconder un mundo entero en una habitación oscura.
Glasgow
El teatro olía a polvo dulce. Las butacas eran de terciopelo verde, descoloridas en las esquinas. Dai se sentó en la tercera fila mientras otros afinaban instrumentos o se quejaban del nuevo horario.
El director llegó tarde. Siempre lo hacía. Pero cuando hablaba, todos callaban. Dai también.
—A veces el talento no basta si no hay hambre. Si no estás dispuesto a perderlo todo. —Eso dijo al iniciar el ensayo. A ella le retumbó en los huesos. ¿Qué había perdido ya? ¿Qué más estaba dispuesta a perder?
Tocó con el alma a cuestas.
Monmouth
Esa noche volvió a mirar los dibujos que nunca mostró. Tenía una serie entera sobre un lugar ficticio que aún no sabía que era real: una colina, un árbol, un banco de piedra, una oveja escapando. Dibujos con títulos que no compartía: La que nunca dijo adiós, Colinas que duelen, Viento en la piel de otro.
El cajón donde guardaba todo tenía una cerradura floja.
A veces, pensaba en quemarlos todos.
Otras veces, pensaba en enviárselos a ella.
Nunca hacía ninguna de las dos cosas.
Glasgow
Tras el ensayo, Dai se quedó sentada mientras los demás se iban. Él también se quedó. Se acercó en silencio, como solía hacerlo, y sin pedir permiso, deslizó sus manos sobre las suyas para corregirle la forma en que apoyaba los dedos sobre el teclado.
—No es solo el sonido, es el peso —dijo, bajando apenas la voz—. Estás pensando en la nota, pero no en el aire que la precede.
Dai asintió, aunque no estaba del todo segura de entender.
—Debussy no se toca con técnica. Se toca con alma —agregó, con esa forma suya de enunciar cosas que nadie se atrevía a cuestionar—. Pero eres buena, Dai. Lo sabes, ¿cierto?
—A veces.
—La duda no siempre es humildad. A veces es miedo con disfraz. —Se acercó. Le acomodó una hebra de pelo detrás de la oreja.
Ella sonrió. Por inercia. Por agradecimiento. Por miedo.
Luego tomó su bolso y se fue antes de que la sala se quedara vacía.