La noche parecía prometer algo distinto.
Elijah llegó con una bolsa de papel en una mano y una botella de vino blanco en la otra. Llevaba una camisa clara remangada a los codos y esa expresión suave que usaba cada vez que no estaba seguro de si algo era buena idea pero igual lo intentaba. Dai le abrió la puerta con el cabello recogido de cualquier manera y una blusa de lino sin planchar. Se habían reído los dos al verse. Ninguno parecía muy preparado para una cena elegante, y eso, por un momento, los hizo sentir más cómodos.
—¿Seguro que quieres cocinar tú? —preguntó Dai, levantando una ceja mientras lo dejaba pasar.
—No confías en mí.
—Confío en ti para muchas cosas. Para no quemar la cocina, aún no.
—Esta vez no usaré flambé —replicó Elijah con una media sonrisa—. Prometo no repetir lo del puré granulado.
Ella rió, cerrando la puerta con el talón. La cocina se llenó de aromas en poco tiempo: mantequilla derretida, cebolla dorándose lentamente, hierbas que no sabían de qué parte exacta del refrigerador habían salido. Elijah se movía con concentración, como quien encontraba en esa tarea una forma de orden. Dai lo miraba desde la mesa, pelando con desgano una naranja para Hana, aunque la niña esa noche no estaba. Era curioso cómo los gestos cotidianos persistían aun cuando no eran necesarios.
—¿Y esto exactamente qué es? —preguntó finalmente, acercándose a curiosear en la olla.
—Un intento de risotto.
—¿Un intento?
—No voy a mentirte. Tengo dignidad, pero no tanto.
—Hmm. Tiene buen olor. Aunque eso decía del puré.
—Nunca vas a superarlo, ¿verdad?
—Nunca.
Se sentaron a cenar cerca de las nueve, cuando el risotto estaba cremoso —sorprendentemente comestible— y el vino ya había bajado lo suficiente como para que ambos estuvieran relajados. Comieron despacio, hablando de cosas triviales: un nuevo compañero de trabajo de Dai que tenía la risa más ruidosa del mundo, un error en la editorial que había hecho que Elijah apareciera como "Eliot Lawrence" en una galería en línea.
—Suena más francés —dijo Dai entre risas.
—Suena a que me baño con aceite de rosas y dejo propinas de trescientos dólares sólo porque puedo —refunfuñó Elijah—. Pero bueno, tal vez ahora parezca más interesante.
—Te gusta hacerte el humilde, pero te encanta que te digan interesante.
—Depende de quién lo diga.
La frase flotó entre ellos un par de segundos más de lo necesario.
El silencio que siguió no fue incómodo, pero tampoco fácil. Dai bajó la mirada hacia su plato vacío y jugó con el tenedor. Elijah bebió un poco más de vino. El tono de la noche empezaba a cambiar, de forma casi imperceptible, con la luz virando apenas un grado hacia algo más crudo.
—A veces pienso —dijo ella de pronto, sin mirarlo— que no sé si alguna vez voy a volver a confiar del todo en alguien.
Elijah parpadeó. No porque no se lo esperara, sino porque, en cierto modo, ya lo sabía.
—¿En general? —preguntó, intentando que su voz no sonara herida.
—No sé. En las personas. En que no se van a ir. En que no voy a arruinarlo todo.
Elijah dejó la copa en la mesa con un gesto contenido, temiendo romper algo más que el cristal.
—¿Y crees que es eso lo que pasó? ¿Que lo arruinaste tú?
—No lo sé. A veces siento que... ni siquiera tuve oportunidad de saber qué estaba pasando. Un día sólo desapareciste.
Él la miró entonces, con una seriedad que no solía mostrar tan abiertamente.
—Yo no me fui, Dai. Tú dejaste de hablarme.
—Tenía dieciocho.
—Yo apenas un año más... ¿Y qué se sabe a esa edad, en realidad? Yo estaba ahí. Esperando que me dijeras algo, cualquier cosa. Que vinieras, que me buscaras. No lo hiciste.
—Tenía miedo. Y tú tampoco hiciste nada.
—No sabía qué más hacer para que no te sintieras sola —dijo Elijah, más bajo, con la voz cargada de algo que no era enojo, pero sí una tristeza que llevaba años acumulada—. Siempre estuve ahí, aunque no bastara.
Dai se quedó quieta. La habitación entera pareció detenerse un instante.
—No quería que te doliera —murmuró.
—Pues dolió igual —contestó él, mirándola sin dureza, pero sin suavidad tampoco.
Había algo distinto en esa conversación. No era una pelea. No había gritos, ni acusaciones lanzadas como armas. Pero cada palabra se sentía como abrir una herida apenas cerrada, una verdad largamente evitada.
—No era justo —dijo ella finalmente—. Que tú supieras tanto de mí. Que me vieras así. Me sentía transparente contigo. Y cuando todo se vino abajo, sentí que no tenía ningún refugio.
—¿Y ahora? —preguntó él, en voz baja.
Dai tragó saliva. No contestó de inmediato. Elijah se inclinó un poco hacia adelante, y sus dedos rozaron los de ella sobre la mesa.
—No quiero que esto sea una herida más —dijo él—. Pero no puedo seguir caminando de puntillas por si decides que es demasiado otra vez. Ya hablamos de esto.
Ella lo miró por fin. Sus ojos tenían esa expresión de cuando está a punto de decir una verdad incómoda y, sin embargo, no quiere que se convierta en sentencia.
—No estoy huyendo —murmuró—. Solo estoy intentando no perderme.
—Y yo intento no volver a sentirme invisible.
El silencio volvió. Esta vez no tenía forma definida. Era pesado, pero no asfixiante. Más bien se parecía al cansancio de después de llorar, cuando ya no queda más que aceptar lo que hay.
—Lo siento —dijo ella, con los labios apretados—. Por entonces. Por ahora.
—Yo también —respondió él.
La cena había terminado hace rato. Los platos vacíos seguían en la mesa. Elijah estiró la mano y la dejó a medio camino, demasiado cerca para ser un accidente, no lo suficiente para tocarla. No quiso forzar nada. No esta vez.
—¿Quieres que me vaya? —preguntó.
Dai negó con la cabeza.
—Quiero que te quedes. Pero no para arreglar nada esta noche. Solo... quédate.
Él asintió. No se movió. Solo se acomodó un poco en la silla y miró hacia la ventana, donde las luces de la ciudad parpadeaban a lo lejos como si nada hubiera pasado. O como si todo apenas estuviera comenzando.