Un Lugar En El Medio

00:59, hoy

Esa semana había sido un derrumbe lento. Nada demasiado catastrófico. Pero lo suficiente. Lo justo. Lo que desgasta desde dentro.

A Hana le habían cambiado la medicación. Los efectos secundarios fueron peores de lo esperado. Náuseas, fiebre, más dolores. Dai no había dormido más de dos horas seguidas en los últimos tres días, y en el trabajo ya se lo habían hecho notar: un error mínimo en una conciliación bancaria, una llamada mal respondida, un silencio demasiado largo en una reunión de la subdivisión. Su jefe la había citado para el lunes "a primera hora".

Philip seguía negándose a asumir los pagos extraordinarios. Se amparaba en tecnicismos. "No consta en el acuerdo original". "No me corresponde". "Lo siento, pero mi abogado no lo aprueba". Y aunque Dai no gritaba, ni enviaba correos en mayúsculas, algo dentro de ella se iba oxidando a cada respuesta.

Elijah tampoco llegaba liviano.

Había tenido una discusión amarga con Hugh la noche anterior. El hombre estaba cada vez más desorientado, más cruel. Lo llamó "parásito" y "maricón de mierda", todo en la misma oración. Elijah ya no discutía. Solo lo escuchaba con la mandíbula tensa y los nudillos blancos de tanto apretar los puños.

Esa mañana, un comprador canceló una reserva que tenía con él desde hacía meses. Alegó que ya no se sentía "conectado" con la obra. Elijah ni siquiera supo cómo replicar. Se había pasado las últimas horas retocando un cuadro que ya no reconocía como suyo. La pintura empezaba a parecerse más a una excusa que a una voz.

Así que cuando ambos coincidieron en la misma sala de descanso del hospital, parecían dos estructuras vencidas por el tiempo, mal soldadas, dudando si apoyarse o derrumbarse. La luz era demasiado blanca. Fría. Nada en el espacio parecía invitar a la permanencia: las sillas de plástico, la máquina de café averiada, las revistas viejas con las esquinas dobladas.

Dai se había quitado los zapatos. Los tenía alineados frente a ella con una exactitud absurda. Elijah estaba sentado a unos asientos de distancia, con los codos sobre las rodillas y la mirada perdida en la línea sucia que separaba el piso de la pared. El aire tenía olor a desinfectante rancio. Todo sonaba como bajo el agua: las voces lejanas de enfermeras, el chirrido de una camilla mal aceitada, el pitido irregular de algún monitor a punto de apagarse.

—¿Quieres que te traiga algo? —preguntó Elijah, sin moverse. Su voz era baja, envuelta en una capa densa que la hacía casi inaudible. Estaba tan agotado que hasta pensar se sentía como arrastrar un mueble muy pesado por una habitación que no era suya.

—No —respondió Dai. No lo miró.

Pasaron largos segundos en silencio. Afuera lloviznaba con torpeza, empañando los ventanales y devolviendo un reflejo gris que parecía flotar sobre el suelo. Las luces del pasillo parpadeaban de forma errática, sugiriendo que incluso la electricidad cuestionaba su propia presencia.

—No tenías que quedarte —dijo ella, con esa forma de hablar que parece no querer abrir ninguna puerta pero tampoco cerrarlas del todo.

—Ya lo sé.

Dai apoyó los codos sobre las rodillas. Tenía las manos entrelazadas, la mirada clavada en el suelo. Parecía más delgada que en la mañana. O quizá sólo más desgastada.

—No estoy esperando nada de ti, Elijah —murmuró—. No necesito que vengas a hacerte cargo de nada.

Él tardó en responder.

—No vine por eso.

Ella lo miró de reojo. No con enojo. Con incredulidad, tal vez. O tristeza. O esa mezcla cansada que ocurre cuando ya no queda energía para sentir solo una cosa a la vez.

—Entonces, ¿por qué?

Él pensó en decir algo sencillo. Algo práctico. Pero no encontró nada que no sonara idiota.

—Porque estás aquí —dijo, simplemente.

Dai sacudió la cabeza apenas, con una sonrisa rota que no llegó a los ojos.

—Eso no significa nada. No ahora. No después de tanto.

—¿No puedo... al menos hablar contigo?

—¿Hablar de qué? ¿De lo que no dijimos hace diez años? ¿De todo lo que no hiciste?

La frase no fue un golpe. Fue un corte limpio. Como el que no duele hasta que empieza a sangrar.

Elijah bajó la mirada.

—Me quedé. Esperé. Pensé que era lo que necesitabas.

—¿Eso fue lo que pensaste? —Dai rió, sin humor—. Qué suerte. Yo me pasé meses esperando que aparecieras. Que me dijeras algo. Que me siguieras, siquiera con los ojos.

—Tenía miedo —confesó él, sin elevar la voz—. No sabía si iba a hacerte daño quedándome cerca. No quería empujarte más.

—No era tan difícil, Elijah. Un mensaje. Una nota. Un "estás bien". Algo. Algo que me hiciera sentir que no me había ido del todo sola.

Él tragó saliva. Había una bola caliente instalada en su pecho desde hacía rato. No ardía. Pesaba.

—Pensé que era lo correcto. Que respetar tu decisión era... una forma de amor.

—Claro —murmuró Dai—. Una forma muy cómoda de amor.

Silencio.

—¿Y ahora qué? —preguntó ella, más tranquila—. ¿Crees que apareciendo así todo va a encajar? ¿Que vamos a reconocernos?

—No —dijo Elijah. Y no mintió.

Dai respiró hondo. Cerró los ojos un momento. Luego los abrió y se frotó las manos, como quien intenta entrar en calor.

—No sabes en quién me convertí. Y yo tampoco sé quién fuiste después. Y está bien. Pero no me mires como si me debieras algo. No me mires con nostalgia. No hay nada que puedas arreglar.

Él no respondió. Solo la miró. De verdad.

—No me pidas que lo aguante todo —continuó Dai, apenas un susurro, pero cargado como un disparo—. No tengo espacio para tu culpa. Ni para tus buenas intenciones.

Elijah apoyó los codos en las rodillas. Miró el suelo.

—No estoy pidiendo nada —repitió—. Solo... te vi. Y quise quedarme un poco. Eso es todo.

Ella no contestó. Se pasó una mano por el rostro. Luego dijo:

—Probablemente sería mejor que te vayas.

Esa sí fue una cuchillada. No por el tono, que seguía bajo. Sino por lo certero. No había drama. No había castigo. Solo una línea clara.




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