Un Lugar En El Medio

04:40, hoy

El olor a nicotina se había pegado a las cortinas como un recuerdo que nadie pidió conservar. La ventana estaba entornada —dos dedos apenas— y aun así el humo parecía preferir el techo, dibujando arabescos torpes que se deshacían antes de tomar forma. Elijah sostenía el cigarrillo con la misma incertidumbre con la que se aferra uno a algo que ya no guía a ningún lado. Lo miraba, lo acercaba a los labios, lo alejaba, aplazando en ese gesto mínimo una decisión que no quería enfrentar.

No había dormido. O, si lo había hecho, su cuerpo no tenía constancia. Le dolían los ojos, no de cansancio, sino de haber evitado llorar; de contener. Las manos le temblaban con ese temblor fino y cruel que aparece cuando uno intenta mantener el control de algo que ya se fue. ¿De qué, exactamente? No sabría decir. De sí mismo, probablemente. De la imagen que proyectaba, de la estúpida promesa que se había hecho a los veinte —"no voy a repetir lo mismo"— y que a los treinta y tantos ya parecía un chiste privado.

Llevaba horas (¿días?) trabajando alrededor del lienzo en blanco que estaba en el caballete, convencido de que circundar el problema —bocetar al margen, mezclar colores que no aplicaba, afilar lápices que no usaría— era un modo legítimo de acercarse a él. No había pintado. Había fallado, que es distinto. Fumar era la única acción efectiva que le quedaba.

El teléfono vibró sobre la mesa del estudio. Marlowe, otra vez. Lo dejó sonar. Una vez, dos, tres. A la cuarta, contestó, no tanto por ganas como por evitar que la insistencia derivara en una visita. Marlowe era perfectamente capaz de atravesar medio país si sentía que el dinero (el suyo, el de Elijah, los porcentajes de ambos) peligraba.

—Tardaste —dijo la voz al otro lado, sin saludo, sin protocolo.

—Dormía —mintió Elijah, sabiendo que el tono de su voz lo desmentía.

—No. No estabas durmiendo. Cuando duermes no contestas nunca.

Silencio. Elijah apagó el cigarrillo en un cenicero con colillas, una montaña breve y vergonzosa que le devolvió una especie de asco de sí mismo.

—¿Cómo vas con las piezas para Hamburgo?

—No voy.

—No te pregunté eso. Te pregunté cómo van.

—No van —corrigió, con una honestidad que a veces le salía cuando ya estaba demasiado cansado para autoprotegerse.

Marlowe suspiró. Era el suspiro de un contable que aprendió a ser terapeuta por necesidad, no por vocación.

—Escucha. Sé que estás... como te pones. Lo huelo desde aquí. Pero no podemos darnos el lujo de otro agujero como el de hace cuatro años. Entonces te fuiste. Ahora no te vayas, ¿de acuerdo? Quédate, hínchate de cigarrillos si te da la gana, pero entrega. Porque lo que haces cuando te vas no es desaparecer para sanar. Te vas para castigarte. Y me arrastras en el proceso.

"Castigarte". La palabra se quedó colgando en el aire como un alambre tenso. Elijah se pasó la mano por la cara. Le raspó más de lo que esperaba. Ese tipo de cansancio que pasa de la piel al hueso.

—No puedo pintar —dijo, con el tono plano, casi cortado—. Cada vez que lo intento, escucho su voz.

No dijo el nombre. No hacía falta. El silencio de Marlowe tuvo la forma exacta de "Hugh".

—Sabes que no eres él —respondió finalmente, como se recita un mantra aprendido.

—Sé que no quiero ser él. Pero no sé si eso alcanza.

—Claro que no alcanza. Por eso trabajamos. Por eso te quedas. Por eso entregas. Para que no te respondas con humo. Hazme un favor: mándame una foto de algo. Lo que sea. Un boceto, un accidente, un bastidor vacío, me da igual. Quiero pruebas de que no renunciaste. A lo tuyo. A este proyecto.

Marlowe hablaba como un socio. Como un amigo, a veces; como un acreedor casi siempre. Y, sin embargo, estaba. Cuando todos se iban, cuando Elijah mismo se iba, Marlowe llamaba. Era exasperante, era útil, era una cuerda. Elijah tenía los dedos demasiado entumecidos para saber si la cuerda estaba para salvarlo o para recordarle dónde se había ahorcado la vez anterior.

—Te envío algo mañana —dijo, para terminar la conversación.

—Hoy —corrigió Marlowe, sin rabia—. Y hazte un favor, Elijah. No fumes otro. Olvida lo que dije antes. Sabes que no va a ayudarte. Y si te ayuda, será por un minuto. Luego todo vuelve.

Colgó. Elijah miró el cigarrillo que ya estaba encendiendo.

Lo apagó a medias, con rabia, con culpa. La culpa es una ceremonia. Se repite para sentir que al menos hay un ritual.

El problema con el silencio no era el silencio. El problema eran los ruidos que crecían dentro. Los pasos de su padre por el pasillo del bar, el tintineo de los vasos, el golpe seco de un fósforo prendiendo algo que no debía arder: un libro, una oportunidad, una frase. "Nunca has sabido lo que quieres. Solo existes." Esa oración había encontrado lugares donde quedarse a vivir. En su pecho, sobre todo.

El cansancio se notaba en las cosas más pequeñas: en el modo en que se sostenía el teléfono encima sin escribir; en cómo abría las conversaciones con Dai y las dejaba leer, sin enviar nada. En el borde de la cama, en los dientes apretados cuando alguien decía su nombre con esa suavidad que él no sabía sostener sin romperla.

Pensó en Dai más de lo que admitía.

En la forma en que se reía ahora: menos ruidosa, más honda. Reía como quien no se permite hacerlo mucho, pero que cuando lo hace, lo da todo. Pensó en cómo había sido su mano en la suya, en lo que había sentido cuando Hana dijo su nombre con esa naturalidad que a él le costaba aplicarse. Elijah. No "señor". No "tú". Elijah. Era fácil creer que había estado allí desde el inicio, y que seguiría estándolo hasta el final.

Y la otra voz, la interna, la vieja, repetía: "No fue suficiente. Nunca es suficiente. Ni para tu padre. Ni para ella. Ni para ti."

¿Cuántas veces se había encerrado? Demasiadas. Había convertido el desaparecer en un ciclo respiratorio: inhalar, exhalar, confinarse.

Y ahora no quería. No quería, pero no sabía cómo quedarse sin destruir algo. Sin destruirse a sí mismo.




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