El cielo sobre Monmouth tenía ese gris silencioso de las tardes a punto de rendirse. Un viento leve movía las ramas de los árboles sin violencia, con esa cautela que tienen las cosas que intuyen el peligro de un gesto brusco.
Elijah bajó por el sendero de tierra que conducía al viejo huerto detrás de la casa de los Mori. El barro pegajoso bajo las botas lo obligaba a caminar con lentitud, y el aire húmedo le colgaba de los hombros como una manta demasiado pesada. No tenía prisa. No porque no supiera adónde iba, sino porque sí lo sabía.
Dai lo esperaba al final del camino, de pie, con las manos en los bolsillos del abrigo y el cabello sujeto en un moño apurado. No sonreía, pero tampoco parecía molesta. Solo estaba ahí, como una constante, como algo que de nuevo se había vuelto terriblemente incierto.
Elijah se detuvo a unos pasos de ella. La miró un momento, grabándola en la memoria tal como estaba en ese instante: con el viento revolviéndole el flequillo y la mirada baja, sin saber bien por dónde empezar. El silencio entre ellos no era incómodo. Era el tipo de silencio que se forma cuando ya se ha dicho mucho... y, sin embargo, nada había sido suficiente.
—Gracias por venir —dijo Dai al fin, sin moverse del sitio.
—Sabías que lo haría —respondió él, y fue lo más parecido a una confesión que había dicho en días.
No se abrazaron. No se tocaron. Ni siquiera se saludaron con un gesto. Solo compartieron un mismo espacio durante unos segundos largos y vacíos. Luego, Dai dio media vuelta y caminó hacia el pequeño cobertizo que había al borde del terreno, el mismo donde años atrás se guardaban herramientas y ahora apenas quedaban unas bancas viejas, una regadera oxidada y el aroma persistente de tierra húmeda.
Elijah la siguió. Adentro, el aire olía a madera añeja y menta seca. Dai se sentó en una de las bancas sin esperar a que él dijera nada. Elijah se acomodó frente a ella, en el borde opuesto, sin dejar de mirarla.
—Pensé mucho si valía la pena que habláramos —empezó Dai, con voz tranquila pero baja—. Y no porque no tenga cosas que decir. Sino porque... no estoy segura de que decirlas cambie algo.
Elijah asintió, pero no dijo nada. A veces, el silencio era la única forma de demostrar que uno estaba realmente escuchando.
—Lo intentamos —dijo ella, fijando la vista en sus manos—. Con torpeza, con miedo, con ganas. A ratos pareció que funcionaba.
—Lo pareció —repitió él.
—Pero ya no lo hace —dijo Dai, más como un suspiro que como una afirmación.
Hubo un momento en el que Elijah sintió el impulso de contradecirla. De decir "aún no" o "puede que sí". Pero no era honesto. Porque por más que lo deseara, por más que hubiese noches en las que hubiese deseado dormir en otro cuerpo, más liviano, más capaz, la verdad era que todo lo que arrastraban —cada herida abierta, cada palabra que nunca se dijeron a tiempo— seguía ahí. A veces dormida. A veces en carne viva.
—Siento que todo me queda grande —murmuró Dai, sin mirarlo—. Ser madre, estar presente, trabajar, sanar. Y estar contigo también. A veces quiero poder hacerlo todo. Pero también quiero esconderme. Y no sé cómo se hace para querer tanto a alguien y al mismo tiempo tenerle miedo.
Elijah sintió que algo se le quebraba muy hondo. No por ella. Por sí mismo. Porque lo entendía. Porque esa misma frase podría haber salido de su propia boca.
—No sé si alguna vez supe cómo hacerlo bien—admitió—. No sé si ahora sé. Pero quería intentarlo. Con todo lo que tengo, aunque no sea mucho.
Dai lo miró por primera vez desde que comenzaron a hablar. Sus ojos no estaban llorosos, pero había algo en su expresión que dolía más que cualquier lágrima. La resignación. Esa que llega cuando uno acepta que el amor no basta.
—No se trata de lo que tienes, Elijah —susurró—. Se trata de lo que eso te permite construir. Y nosotros... parece que no sabemos construir sin terminar colapsando.
Elijah apretó las manos sobre sus rodillas. Pensó en Hana. Pensó en su padre enfermo. En el silencio de su estudio. En las risas que ya no eran cotidianas. En las conversaciones a medias. En la ansiedad agazapada entre ellos cada vez que uno evitaba una pregunta.
—¿Crees que nos lastimamos más quedándonos? —preguntó él.
Dai no respondió enseguida. Se quedó en silencio, observando las vetas irregulares del suelo de madera, buscando una señal oculta entre las líneas.
—Creo que nos lastimamos más no siendo capaces de hablar sin miedo —dijo al fin—. De no saber cómo confiar sin esperar lo peor.
Se quedaron ahí, frente a frente, con todo el aire del cobertizo cargado de palabras que habían tardado años en llegar. Elijah sintió que decir algo más sería traicionar el momento. Pero también supo que no podía irse sin decir lo esencial.
—No me arrepiento —dijo, con voz baja pero firme—. De intentarlo. De volver. De quedarme estos meses. Aunque duela. Aunque se termine así.
Dai cerró los ojos por un instante. Cuando los abrió, una sonrisa triste le curvaba apenas los labios.
—Yo tampoco.
No hubo promesas. No hubo pactos. Solo dos personas cansadas que alguna vez compartieron el mismo mundo, y que ahora entendían que el tiempo no siempre repara. Que a veces solo pasa. Y duele menos. O duele diferente.
Elijah se levantó primero. No como quien huye, sino como quien sabe que si se queda un poco más, se arrepentirá de irse. Dai lo acompañó hasta la puerta del cobertizo. Él la miró una última vez, y pensó que si algo dolía más que el adiós, era la certeza de que, en otro momento, en otra vida, tal vez habrían sabido hacerlo bien.
—Cuídate —dijo ella, apenas audible.
—Tú también.
Y entonces, sin dramatismos, sin despedidas sobreactuadas, Elijah se fue. El sonido de sus pasos alejándose por el sendero de tierra fue lo único que rompió el silencio.
Dai se quedó de pie, mirando el horizonte donde el gris del cielo comenzaba a fundirse con la noche. No lloró. No llamó a nadie. Entró en la casa, preparó una taza de té que no bebió, y se sentó junto a la ventana, sola.