El pueblo no había cambiado demasiado, pero tampoco era el mismo.
Era uno de esos lugares que no evolucionan, solo se desgastan. Las fachadas con pintura descascarada, los mismos tres perros callejeros de siempre —o quizás otros parecidos—, la panadería que olía a masa fermentada aunque ya no abría los domingos.
Dai volvió sin avisar a nadie. No fue una visita oficial ni un retorno. Solo una parada entre dos conciertos, un desvío voluntario de último minuto. Tenía un par de días libres antes de viajar a Praga con la orquesta. Algo la empujó hasta ese rincón del mapa. Quizás una voz, quizás una deuda.
Se bajó del bus a las nueve de la mañana. Llevaba una maleta pequeña, gafas de sol y un abrigo largo que no combinaba con la estación. Lo primero que notó fue el olor: una mezcla de tierra húmeda y aire estancado. A eso olía su infancia.
Caminó por la calle principal. Reconoció los escaparates, algunos más viejos, otros cerrados. La librería estaba ahí, aunque ahora parecía vender fotocopias y cigarrillos sueltos.
No se detuvo. No era tiempo de revivir nada.
Elijah, en cambio, estaba en el pueblo desde hacía un par de semanas. Se había instalado en el edificio que había comprado en ruinas. No era exactamente un hogar, pero tampoco una trinchera. Más bien un limbo: paredes despintadas, luz natural, olor a madera mojada. Dibujaba mucho. Dormía poco.
A veces, salía a caminar temprano, con una libreta en la mano y auriculares que no siempre estaban conectados. Iba a la colina. Al duraznero. Al canal. A los lugares que ya no eran sólo recuerdos, sino materia prima.
Aquella mañana, sin saberlo, Elijah bajaba de la colina por un sendero lateral justo cuando Dai entraba al mercado abandonado del pueblo. No se vieron. Pero el aire tembló un poco, negándose a sellar el momento por completo.
Más tarde, Dai entró al viejo colegio por la parte trasera. Una verja oxidada seguía abierta, sin que nadie se hubiera molestado en arreglarla. El patio estaba cubierto de hojas secas. Las gradas aún tenían marcas de tiza en los bordes. Subió al segundo piso. Miró por una de las ventanas que daba a la cancha. A lo lejos, un grupo de niños jugaba a la soga.
Por un momento, creyó ver una mochila verde pastel. Un mechón castaño. Un cuaderno en la mano.
Parpadeó.
Nada.
Se rió sola.
A unos metros de ahí, Elijah estaba en el duraznero. Lo había encontrado sin hojas, como una escultura seca. Se sentó en la raíz más baja. Sacó su libreta. Dibujó unas líneas sin sentido. Luego las tachó. Luego volvió a empezar.
Recordó el día que le dijo que su madre era una sombra. El día que ella lo buscó cuando nadie más lo haría. Recordó el picnic en el piso sucio de su casa. Las tardes robadas. El beso torpe. La última vez que hablaron sin decirse nada.
Se levantó.
No miró atrás.
Esa noche, Dai salió a caminar.
No sabía por qué. Solo lo hizo.
Llevaba puestos los mismos zapatos que usó la última vez que se vieron. Habían pasado años, pero seguían quedando bien. El cielo estaba despejado, la luna cortada en dos como una promesa rota.
Caminó hasta la estación de tren. Se sentó en la banca. A su izquierda, alguien había dejado un cuaderno de dibujo. No lo abrió. Sabía que no era de él. Pero lo dejó ahí. Por si volvía.
Al mismo tiempo, Elijah cruzaba la calle frente a la panadería. Algo —un gesto, un color, una sombra— lo hizo girar la cabeza. Por una milésima de segundo, creyó ver una figura familiar en la distancia. Alguien con un abrigo largo. El mismo andar.
Cerró los ojos.
Cuando los abrió, ya no estaba.
Dai dejó el pueblo al amanecer. No tomó fotos. No se llevó nada.
Elijah se despertó tarde ese día. No supo por qué tenía el pecho más apretado que de costumbre. Tomó un café, encendió un cigarro que no terminó. Se sentó en el alféizar de la ventana y dibujó un rostro que ya no podía recordar con claridad.
Pero la sensación seguía ahí.
Como una canción que nunca suena pero no se olvida.
Como un roce que no fue, pero sigue ardiendo.
Como un amor que nunca fue dicho en voz alta...y por eso, quizás, nunca murió del todo.