El tiempo, sin ellos, comenzó a desdibujarse.
Ya no estaba marcado por mensajes que llegaban sin necesidad de aviso, ni por tardes en las que el silencio compartido pesaba menos que cualquier palabra. No había dibujos infantiles mandados por foto. No había llamadas nocturnas, ni excusas para decir "sólo quería saber cómo estás". Lo que quedó fue un vacío discreto, cotidiano, como una habitación que se sigue limpiando aunque ya no la habite nadie.
Dai no volvió a escribirle.
Elijah tampoco.
No fue una decisión. No hubo un cierre explícito. Simplemente dejaron de buscarse. Un silencio pesado creció entre ellos, fruto de entender —a regañadientes, con amargura— que cualquier palabra podía abrir otra herida. Y que, esta vez, tal vez era mejor dejarla cerrarse sola.
La rutina de Dai se volvió más rígida, más meticulosa. Se despertaba temprano. Preparaba el desayuno de Hana con precisión casi quirúrgica. Revisaba su medicación dos veces. Llamaba al hospital para confirmar los horarios de diálisis. Llevaba una agenda con colores diferentes para cada cosa: escuela, citas médicas, trabajo, gastos.
Por las noches, cuando Hana ya dormía, se sentaba a leer sin prestar atención. A veces el televisor sonaba de fondo, pero no lo miraba. Solo dejaba que las voces llenaran el espacio. A veces cocinaba más de la cuenta y guardaba las sobras en recipientes de plástico que nunca volvía a tocar.
Una noche encontró, sin buscarlo, un recordatorio antiguo en el celular: "Lunes, 18:00 — clase de dibujo con Elijah". Sonrió, pero no como quien recuerda algo dulce. Más bien como quien se tropieza con una piedra que no sabía que aún estaba ahí. Lo eliminó sin pensarlo demasiado.
Otra noche, encontró una ramita seca de alhelí lila entre las páginas de un libro de recetas que no usaba desde hacía meses. No la tiró. Pero tampoco supo qué hacer con ella.
—
Elijah también cayó en una rutina, aunque menos ordenada. Trabajaba más de lo necesario. Dormía poco. Fumaba más. Su estudio, que antes era una mezcla de caos funcional y manías propias, ahora parecía una cápsula suspendida en el tiempo: los pinceles sucios se acumulaban en los frascos con agua estancada; las telas en blanco se apilaban en un rincón, observándolo con reproche.
Había días en los que se levantaba temprano y caminaba por el pueblo, rodeando intencionalmente las calles donde quizás podría encontrarla.
Volvió a hablar más seguido con Marlowe, su agente. Le envió fotos de bocetos nuevos, aunque en el fondo no le gustaban. La pintura había dejado de fluir como antes. Ahora salía con esfuerzo, como si tuviera que arrancársela del pecho.
—¿Y cómo vas con lo personal? —preguntó Marlowe una tarde, con ese tono casual que intentaba ser neutral y no lo lograba.
—Bien —respondió Elijah, demasiado rápido.
Hubo un silencio al otro lado de la línea.
—No me mientas, por favor. Esto nos afecta a ambos.
Elijah apretó la mandíbula y no dijo nada. Miró una de las telas sin terminar y pensó en lo irónico que era todo. Solía decir que no sabía pintar bien los rostros, pero había logrado capturar la curva exacta de la sonrisa de Dai en un boceto que nunca se atrevió a terminar. Ahora ni siquiera podía mirar ese dibujo sin sentir que el aire se le quedaba corto.
—
A veces pensaba en Dai con un dolor seco, como un músculo entumecido.
No porque la odiara, ni porque la culpaba de nada. Pensaba en ella como se piensa en una ventana cerrada en medio del invierno. Sabía que estaba ahí. Sabía que del otro lado había luz. Pero no podía alcanzarla.
Volvió a usar auriculares cada vez que salía a caminar. Música instrumental, siempre. Le ayudaba a pensar menos. O, al menos, a pensar de forma más difusa. Sin darse cuenta se encontró en aquel parque donde solía dibujar de adolescente. Se sentó con su cuaderno, abrió una página nueva y esbozó un cerezo.
Después lo cerró.
—
Dai también pensaba en él.
En los silencios cómodos. En el modo en que se reía bajito cuando algo le parecía ridículo. En la forma en que su mano encontraba la suya en mitad de una conversación intrascendente. En su manera de desaparecer dentro del ruido sin dejar de estar ahí.
Una tarde de domingo, Naomi la encontró en la cocina, de pie frente al fregadero sin hacer nada.
—¿Quieres hablar de él? —preguntó con suavidad.
Dai negó con la cabeza.
—No tengo nada nuevo que decir.
Naomi se acercó y le puso una mano en el hombro.
—Eso nunca ha sido un requisito para hablar de alguien que extrañas.
Pero Dai no dijo nada. Porque extrañar ya no dolía con la intensidad del principio. Era más bien un murmullo constante. Como el zumbido de una lámpara vieja. Algo que simplemente estaba ahí.
—
Los días se sucedieron con una precisión casi cruel.
Dai se volvió más paciente en el trabajo. Más eficiente. Más callada.
Elijah empezó a caminar en direcciones nuevas. Cambió de bar. De librería. De estación de radio.
Una noche, mientras limpiaba el estudio, encontró una servilleta olvidada en el bolsillo de su abrigo. Era un autorretrato que Hana le había dibujado: su cara deformada por líneas torpes, pero con una sonrisa amplia.
Elijah se quedó mirándola mucho rato.
Después la guardó en su billetera.
No como quien guarda una promesa.
Sino como quien necesita un recordatorio.
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Y así, con la delicadeza de lo no dicho, pasaron las semanas.
Sin mensajes. Sin noticias.
El mundo seguía. Las hojas cambiaron de color. Las estaciones se deshicieron lentamente. Elijah llenó un lienzo entero de tonos oscuros y luego lo tapó con blanco. Dai empezó a dormir con la lámpara encendida. Elijah dejó de usar su taza favorita. Dai se cortó el cabello un poco más corto.
Ninguno de los dos dio el primer paso.
Porque no sabían si aún había camino.
O porque, por ahora, el silencio era todo lo que podían darse.