Un Lugar En El Medio

26:74, mañana

La noticia llegó de madrugada, como todas las cosas que no se pueden postergar más.

El teléfono del estudio vibró contra la madera sin descanso. Elijah no contestó. No la primera vez. Ni la segunda. Ni la cuarta. Lo había dejado en modo silencioso desde hacía días, refugiado en la certeza de que nadie podía exigirle nada si él no estaba disponible. Era una lógica absurda, pero reconfortante. Hasta que ya no lo fue.

Cuando por fin revisó el buzón de voz —más por costumbre que por intención—, la voz entrecortada de una enfermera del hospital le informó que su padre había muerto hacía dos días. En la madrugada. Solo. Sin que nadie preguntara por él. El cuerpo estaba esperando que se decidiera qué hacer.

"Podemos encargarnos del procedimiento si usted prefiere no involucrarse", dijo la voz, seca pero no cruel.

Elijah se quedó sentado un largo rato frente al teléfono. No lloró. Ni gritó. Solo escuchó el mensaje tres veces seguidas, hasta que la voz se volvió casi ajena. Luego se puso de pie y fue al baño a lavarse la cara, buscando sacarse algo de encima.

No llamó a nadie.

No le dijo a Theo, aunque sospechaba que ya lo sabía. No le escribió a Dai. No buscó excusas. No organizó nada.

Pero fue, y la iglesia del pueblo no había cambiado.

Las bancas de madera aún crujían resistiéndose a cada movimiento, y el aire olía a humedad vieja y flores muertas. Elijah llegó temprano, con el abrigo mal cerrado, las ojeras marcadas y el cuerpo funcionando por inercia. Entró solo. Nadie más lo seguía.

La sala estaba vacía.

El ataúd, sencillo y sin adornos, descansaba al frente, bajo la tenue luz filtrada por los vitrales. No había corona. No había velas encendidas. Ningún retrato enmarcado.

Hugh Laurence se había ido del mundo con la misma ausencia con la que vivió en él.

Elijah se sentó en una de las últimas bancas, lejos del ataúd. No podía acercarse más. No tenía palabras. Solo un nudo espeso en la garganta y un temblor en los dedos que no quiso controlar.

Pasaron los minutos. El silencio era tan grande que podía escuchar su propia respiración.

Y entonces, el sonido de la puerta se abrió con un leve chirrido. No se giró de inmediato.

Reconoció el eco de las pisadas antes de verla.

Dai entró con paso contenido, sin maquillaje ni adornos, vestida con un abrigo gris que le quedaba un poco grande y el rostro tenso. Detrás de ella iban Rin, Naomi, Aiko y Andreas, empujado en su silla de ruedas. No dijeron nada. Solo se detuvieron al ver la escena.

Elijah estaba solo.

Completamente solo.

Rin fue la primera en reaccionar. Sin miramientos, caminó por el pasillo central hasta la banca donde Elijah estaba sentado. Se inclinó levemente hacia él, apoyó una mano sobre su hombro y le dijo en voz baja:

—Estamos aquí.

Él no supo qué contestar. Asintió sin convicción.

Dai se quedó unos segundos junto a la puerta, mirando la figura de él desde lejos. Su pecho subía y bajaba con una ansiedad contenida. No había querido venir por lástima. Tampoco por nostalgia. Había venido porque, al enterarse por Theo de lo ocurrido, supo con certeza que él no tendría a nadie más.

Elijah alzó la vista y, por primera vez en semanas, sus ojos se encontraron. No hubo recriminación. Ni alivio. Sólo algo sordo. Profundo. Doloroso.

Dai caminó hasta la banca frente a la suya y se sentó sin girarse. Sus manos estaban entrelazadas en el regazo, tensas.

Naomi y Aiko se quedaron de pie junto a Andreas, sin decir una palabra. Nadie sabía cómo acompañar un duelo cuando no había cariño de por medio. Cuando lo que dolía no era la pérdida, sino todo lo que no pudo ser.

A lo lejos, una campana dio la hora.

El sacerdote que había sido convocado llegó veinte minutos tarde, sin disculpas y con una expresión de resignación. No leyó ninguna homilía. Nadie había pedido una. Sólo dijo algunas palabras estándar sobre la fragilidad de la vida y la misericordia de Dios. Nadie lloró.

En el momento en que se pidió un breve silencio para despedirse, Elijah se puso de pie y caminó, por primera vez, hasta el ataúd. Sus pasos resonaron en la iglesia vacía.

Se detuvo frente al cajón cerrado, respiró hondo y apoyó una mano sobre la madera.

No dijo nada.

Ni perdón, ni adiós, ni nada parecido.

Lo único que hizo fue cerrar los ojos un momento y luego dar un paso atrás.

Cuando regresó a su asiento, notó que Dai se había girado apenas. Lo observaba con una expresión que no supo descifrar. No era compasión. No era pena. Era algo más difícil. Una especie de reconocimiento. De ver al otro en su dolor, sin necesidad de explicarlo.

Al salir, la luz exterior pareció más fuerte de lo habitual. Elijah se quedó un segundo en el umbral, dando un respiro antes de volver al mundo.

Dai se acercó, despacio.

—¿Quieres que te llevemos a casa? —preguntó, sin adornos.

Elijah negó con la cabeza.

—No. Gracias. Prefiero caminar un rato.

Ella asintió, aunque sabía que estaba diciendo que no solo al ofrecimiento, sino a muchas otras cosas también.

—Está bien —dijo.

Pero no se fue de inmediato.

—Lamento que haya terminado así —murmuró después de un silencio.

—No terminó hoy —respondió él—. Terminó hace años.

Dai bajó la mirada. No discutió.

Rin salió a buscarla poco después. Elijah le agradeció por haber venido. Ella se limitó a tocarle el brazo con suavidad.

—Nadie debería despedirse solo —dijo, y luego se fue con su familia.

Dai fue la última en alejarse. Lo miró una última vez, con un dejo de ternura silenciosa que le decía que entendía, sin necesidad de palabras.

Cuando se quedó finalmente a solas en la escalinata de la iglesia, Elijah se sentó en uno de los escalones, encendió un cigarro con manos temblorosas y lo fumó sin prisa.

La muerte de su padre no le dolía por amor.

Le dolía por la ausencia de todo lo que podría haber sido.




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