El edificio de departamentos estaba bañado por una luz tenue cuando Dai llegó. El cielo tenía ese color desvaído de las mañanas posteriores a la lluvia, con el mundo entero suspendido en una especie de pausa. Llevaba las manos en los bolsillos del abrigo y no había avisado que iba. Simplemente se presentó, sin pretextos ni explicaciones.
No había dormido bien. No podía dejar de pensar en cómo lo había encontrado la tarde anterior, solo en los escalones de la iglesia, fumando con el rostro vuelto hacia ninguna parte, con la fragilidad de quien ha olvidado incluso cómo se sostenía uno mismo. No se había derrumbado frente a nadie, claro, pero algo en su postura, en el modo en que había respondido a cada gesto, le había dicho que no estaba bien. Que no estaría bien por un tiempo.
Subió las escaleras del edificio sin prisa. No había música, ni voces, ni el más mínimo ruido que indicara que alguien estaba despierto. Dudó un segundo antes de tocar la puerta. Luego llamó suavemente, con dos nudillos. Nada.
Esperó.
Golpeó de nuevo.
Unos segundos después, escuchó el sonido de pasos arrastrados y una llave girando desde dentro. Elijah abrió con el rostro medio oculto por el cabello revuelto, la camisa arrugada y el cansancio escrito en cada centímetro de su cuerpo.
—Hola —dijo ella, simplemente.
Él no respondió de inmediato. La miró aún saliendo de un sueño, con el cerebro tardando demasiado en comprender que ella estaba ahí, en la puerta, en carne y hueso.
—¿Puedo pasar? —preguntó entonces, con suavidad.
Elijah se hizo a un lado sin decir una palabra.
El departamento olía a cigarro frío, café recalentado y soledad. Había una taza vacía en la mesa de centro, un cuaderno con garabatos abandonados y una pila de ropa sin doblar en el sillón. Todo tenía la apariencia de alguien que llevaba demasiadas horas despierto sin haber hecho nada realmente. O de alguien que dormía demasiado sin haber descansado nunca.
Dai dejó su abrigo sobre una de las sillas y se sentó en el borde del sofá.
—No tienes que decir nada —le dijo, sin mirarlo todavía—. Solo... quería verte.
Elijah se sentó junto a ella, con los codos sobre las rodillas, la cabeza baja. Por un momento, parecía que no sabía qué hacer con las manos.
—No sabía a quién llamar —murmuró finalmente, en voz baja—. Y cuando pensé en ti... no quise arrastrarte a esto. Otra vez.
Dai se inclinó levemente hacia él.
—No estás arrastrándome a nada —respondió—. No vine para salvarte. Vine porque me importas.
Elijah asintió, con el tipo de gesto que no aligera, solo aprieta distinto.
—No pensé que dolería así —admitió entonces—. No... su muerte, como tal. Lo perdí hace mucho. Pero esto... todo lo que no se dijo. Todo lo que no cambió.
Sus palabras no eran dramáticas. Eran llanas, rasposas, el sonido de manos rascando una costra vieja sin querer, pero sin poder evitarlo.
Dai no lo interrumpió. Solo se acomodó más cerca, con los pies recogidos sobre el sofá y la mirada baja.
—Pasé toda la noche sin dormir —continuó él, con la voz cada vez más desgastada—. No podía dejar de pensar en si alguna vez... si alguna vez llegué a ser algo distinto de él. O si simplemente estoy repitiendo lo mismo con otro nombre.
—No eres tu padre —dijo Dai, suave pero firme.
Elijah negó con la cabeza.
—¿Y si sí? ¿Y si por más que intente... siempre termina igual? Me encierro. Me hundo. Empujo a la gente lejos. Jodo todo lo que toco.
—Eli...
—¿Y si no sé amar sin dañar a los demás?
El silencio que siguió fue hondo, pero no vacío. Dai se acercó aún más, lentamente, y apoyó la mano sobre la de él. No le acarició los dedos. No lo obligó a mirarla. Solo se quedó ahí, cerca.
—Quizá no necesitas tener todas las respuestas ahora —dijo ella, al cabo de un rato—. Quizá hoy solo tienes que sentir lo que tengas que sentir. Lo que sea. Lo que venga.
Elijah cerró los ojos, y algo en sus hombros se soltó. No era alivio. Era rendición. La clase de agotamiento que no se resuelve durmiendo.
Se dejaron caer, casi al mismo tiempo, sobre el sofá. Dai lo ayudó a acomodarse, como quien acomoda a alguien con fiebre. No hablaron más. Solo se quedaron ahí, en esa especie de silencio donde las palabras no eran necesarias. Donde lo único importante era no estar solo.
Elijah se acostó de lado, con la cabeza girada hacia ella. Dai se quedó sentada primero, luego se fue recostando también, hasta quedar en la misma línea, con el cuerpo apenas rozando el de él. Cuando notó que empezaba a quedarse dormido, le apartó con cuidado un mechón de cabello de la frente y, sin pensarlo demasiado, le acarició el pelo con movimientos suaves, casi hipnóticos.
No había ternura forzada. No había nada que prometiera un futuro mejor.
Pero en ese instante, sí había compañía. Había calor humano. Había dos personas que habían pasado por lo peor, cada uno desde su orilla, y que, aun así, encontraban una forma de estar cerca.
Él se quedó dormido así, con el ceño fruncido como si incluso en sueños siguiera peleando con sus fantasmas.
Dai no se movió.
No se atrevió a decirle que estaría bien.
Solo le sostuvo la cabeza entre las manos con una delicadeza nueva, esperando que el gesto fuera suficiente.