La sala de juegos pediátrica del hospital estaba iluminada por una luz tenue y amable. Los ventanales grandes dejaban entrar un sol pálido de mediodía que teñía las paredes con reflejos suaves. Había una alfombra de colores en el centro, juguetes esparcidos sin orden y algunas mesitas con crayones, libros, muñecos, cartulinas. Ese rincón —el único del hospital donde no olía a desinfectante— estaba pensado para que los niños olvidaran, al menos por un rato, que estaban enfermos.
Hana tenía una manta de lana sobre los hombros. Estaba más pálida que de costumbre, con los párpados levemente hinchados y un cansancio que le colgaba del cuerpo, adherido como una prenda más. Aun así, su mirada conservaba algo brillante, especialmente cuando Elijah se sentó a su lado y desplegó un cuaderno de hojas gruesas frente a ella.
—Entonces, ¿quieres aprender en serio o vas a rendirte al primer intento? —preguntó él, con una sonrisa ladeada.
—Sí quiero. Pero si me sale feo, no te rías.
—Nunca me reiría de ti. Bueno... salvo que dibujes un caballo con seis patas.
Hana lo miró con los ojos muy abiertos, seria.
—¿Y si yo quiero que tenga seis patas?
—Entonces diremos que es un diseño conceptual muy avanzado —dijo Elijah, abriendo el estuche de colores—. Solo los entendidos podrán apreciarlo.
Se acomodaron en el suelo, junto a una de las mesas bajas. Elijah se arremangó las mangas del suéter, con esa torpeza involuntaria que se le notaba cuando se estaba tomando algo en serio. Hana lo imitó, aunque el movimiento le tomó más tiempo. Sus manos, pequeñas y algo temblorosas, rodearon el lápiz con un gesto suave, casi ceremonioso.
—¿Qué vamos a dibujar? —preguntó ella.
—Lo que tú quieras.
Hana pensó un momento, mirando el papel en blanco.
—¿Y si hacemos una casa para un dragón?
—Perfecto. Pero que tenga una puerta extra grande. Y ventanas redondas. Los dragones odian las esquinas.
—¿Sí? ¿Por qué?
—Porque se les enredan las alas.
Hana rió con esa vocecita entrecortada por la tos, pero llena de entusiasmo. Empezó a trazar líneas torcidas con mucha concentración. Elijah no corregía. Solo la miraba con paciencia, con una ternura callada que no necesitaba demostrarse.
En la puerta, Dai los observaba sin decir una palabra.
Se había quedado allí un rato largo, sin que la notaran, con una carpeta de análisis en las manos y la espalda apoyada contra el marco. Estaba cansada. Físicamente, sí, pero también emocionalmente. El cansancio que no se dormía con una siesta, sino con años. Ese que se acumulaba de forma invisible, que se filtraba en los espacios donde nadie la veía.
Hana había tenido una semana complicada. El último tratamiento había sido más agresivo. Había vomitado, llorado, dormido poco. Dai no se permitía el desborde cuando estaba con ella. Pero ahora, al ver a su hija reír con la voz rasposa, sentada junto a Elijah, algo se aflojó.
Porque no estaban hablando de su medicación. Ni de cuándo sería la próxima punción. Ni de la máquina que haría ruido por la noche. Estaban hablando de dragones y techos de colores.
Dai se cubrió la boca con la mano. No lloró por tristeza. Lloró porque, por un momento, su hija no parecía una niña enferma. Lloró porque Elijah no se había asustado con su fragilidad, ni con la posibilidad de cuidarla. Porque, aunque no lo decía, se notaba que había encontrado la manera de estar sin invadir, de acompañar sin intentar resolverlo todo.
—¡Terminé! —anunció Hana, levantando su hoja—. Es un perro. Pero como que quiere ser otra cosa.
Elijah la miró con gesto analítico.
—Parece que quiere ser un dragón. ¿Y si lo dejamos que sea las dos cosas?
—¡Sí! Un perro-dragón.
—¿Y cómo se llama?
Hana pensó, frunciendo la nariz.
—Mmm... Bob.
—¿Bob?
—Ajá. Es nombre de dragón. Pero también es de abuelo porque es viejo.
Elijah asintió, convencido de que era la decisión más lógica del mundo.
—Perfecto. El primer perro-dragón jubilado del mundo.
Dai dejó escapar una risa entre lágrimas. Elijah levantó la cabeza al escucharla. Por un instante, sus ojos se encontraron, y él supo. No dijo nada. Solo la miró, con esa forma tan particular suya de decir "estoy aquí" sin abrir la boca.
Ella caminó hacia ellos y se agachó al lado de Hana.
—¿Ese dibujo es tuyo?
—¡Sí! Elijah me enseñó.
—¿Ah, sí? —Dai levantó una ceja mirando a Elijah—. ¿Y desde cuándo das clases privadas?
—Desde hoy, aparentemente.
—¿Y te portaste bien como alumno, Elijah?
—No hizo trampa —interrumpió Hana con tono sabio—. Pero dibuja raro. Sus dragones parecen gatos grandes.
Elijah se llevó una mano al corazón, fingiendo una herida.
—Me acabas de arruinar la autoestima.
—No pasa nada —dijo Hana encogiéndose de hombros—. Igual dibujas bonito.
Dai sonrió. Se sentó junto a ellos, doblando las piernas con cuidado. Elijah le alcanzó un papel limpio y un lápiz.
—¿Y tú? ¿Te vas a unir al club de artistas?
Ella dudó un segundo, pero aceptó. Hacía mucho que no dibujaba. No era buena. Nunca lo fue. Pero no importaba. Elijah le guiñó un ojo, en una especie de conspiración silenciosa.
Y entonces estuvieron ahí: los tres en el suelo, con el tiempo detenido. Dibujando monstruos y planetas, torres y flores sin forma. Hana entre ellos, riendo con suavidad. Dai se permitió mirarlos a ambos. Elijah tenía una mancha de crayón en la mejilla y una arruga tenue en la frente que le aparecía cuando se concentraba. Hana estaba apoyada contra él, segura. Cómoda. Con la tranquilidad de quien reconoce su sitio sin dudarlo.
Una lágrima solitaria resbaló por su mejilla. Y esta vez, sonrió.