Un Lugar En El Medio

30:268, mañana

La ciudad aún no despertaba del todo cuando Dai y Elijah salieron del café de la esquina con los vasos humeantes entre las manos. Era sábado por la mañana, y la luz que se filtraba entre los edificios era de ese gris que precede a la claridad definitiva. El tráfico era leve, la brisa suave. Un momento suspendido en el tiempo.

Caminaron sin decir mucho. No hacía falta.

El café era uno de esos lugares nuevos que se instalaban en los barrios antiguos sin pedir permiso. Dai había mencionado, en una conversación casual, que le gustaba el pan con romero que horneaban allí. Un día después, Elijah apareció en la puerta de su departamento con dos porciones envueltas y la frase "supuse que no mentías".

Desde entonces, los sábados tenían esa rutina. Café sin planes. Pan compartido en la vereda. Caminatas sin un destino claro.

—¿A qué hora es lo de Hana hoy? —preguntó él, girando la cabeza apenas.

—A las once —respondió Dai—. Ensayo de música. Quieren que se acostumbre a los sonidos en vivo antes de la intervención.

—¿Y estás nerviosa?

Dai lo pensó un momento. Sopló el borde de la tapa del café antes de contestar.

—Un poco. Pero menos que antes.

Elijah asintió, sin decir más. Caminaron en paralelo, sin rozarse, pero cerca. Había una comodidad nueva entre ellos. No esa comodidad de la costumbre o del automatismo. Era otra cosa. Una en la que el silencio no significaba ausencia, sino presencia atenta.

A veces hablaban. Otras veces no. Y los momentos de quietud eran tan valiosos como cualquier palabra.

—¿Has estado durmiendo mejor? —preguntó Elijah, sin mirarla.

—Dios, sí. Como una piedra. Hana se quedó con mis padres anoche —respondió Dai, llevándose el vaso a los labios—. Dormí hasta que el sol me dio en la cara y creí que ya era lunes.

Elijah asintió, medio sonriendo. Doblaron una esquina, entrando en un pequeño parque urbano donde las hojas húmedas de la noche crujían bajo sus pasos. Dai se sentó en una banca y Elijah la imitó. El sol intentaba abrirse paso entre las ramas desnudas de los árboles. A lo lejos, un perro trotaba con su correa arrastrando a su dueño con resignación.

—¿Terapia esta semana? —preguntó Dai al rato, girando apenas la cabeza hacia él.

—El miércoles —dijo Elijah, echando el cuerpo hacia atrás y estirando las piernas—. Hablamos del control. Y de la rabia. Creo que voy por la quinta sesión sin gritar ni irme a la mitad.

—Progreso —dijo ella, y sonrió con sinceridad.

Él la miró un momento, sin apuro. El cabello suelto, algo revuelto por el viento. Las ojeras que no ocultaba. El abrigo ligeramente manchado de témpera, seguramente por Hana. Y sin embargo, esa expresión suya: clara, contenida, pero más ligera que antes. Había algo en ella que parecía haber encontrado una nueva forma de respirar.

—Philip me dijo algo el otro día —dijo entonces, sin estar del todo segura, pero sabiendo que ya no podía seguir callándolo.

Elijah la miró, sin interrumpirla.

—Dijo que no entiende exactamente qué estamos haciendo. Pero que le parezco mejor desde que tú estás cerca.

Elijah bajó la mirada al borde de su vaso.

—¿Y tú? ¿Qué piensas?

Dai pensó en eso más de lo que quiso admitir.

—Creo que no necesito saber qué somos para saber que esto... —hizo un gesto leve entre ambos— ...me hace bien.

Elijah no respondió enseguida. Solo asintió.

Esa tarde, mientras esperaban a que Hana terminara su ensayo en el centro de estimulación musical del hospital, Dai hojeaba una revista vieja sin mucho interés. Elijah dibujaba en una libreta que llevaba siempre en el bolsillo de su abrigo, con líneas suaves y precisas, sin levantar la vista.

—Rin me saludó el otro día en la farmacia —comentó Elijah.

—¿Y sobreviviste?

—A duras penas.

Dai se rió, llevándose una mano al rostro.

—No sé si te odia o si le caes muy bien.

—Probablemente ambas. Lo cierto es que me ofreció un panecillo y luego me preguntó si tenía trabajo fijo.

—Es su manera de demostrar interés —dijo ella, divertida—. Y de asegurarse de que no vas a arrastrarme a la indigencia.

—No planeo hacerlo. Ya bastante tengo con intentar mantenerme a mí mismo.

Un silencio breve se instaló entre ellos, pero no fue incómodo. Era un lugar conocido, casi reconfortante.

Cuando Hana salió, algo despeinada y sonriendo con un xilófono de juguete entre las manos, fue directo hacia Elijah antes que a su madre.

—¡Te perdiste mi canción! —le dijo con tono de falsa queja.

—¿Ah, sí? ¿Y eso cómo se llama? ¿Reclamo oficial o advertencia?

—Es un regaño. Pero de los que no duelen —dijo ella, y le extendió la mano con confianza.

Él se la tomó sin dudar.

Dai, al ver la escena, sintió de nuevo esa sensación de ligereza extraña. La misma que se instalaba en la boca del estómago cuando algo va bien aunque uno no se atreva a decirlo.

Más tarde, en casa, Elijah pasó solo a dejarle un cuaderno nuevo de dibujo a Hana, con hojas gruesas "para acuarela y secretos importantes". No se quedó mucho rato, apenas un par de minutos. Pero cuando se despidió, Dai lo acompañó hasta la puerta.

—Gracias —dijo ella.

—¿Por el cuaderno?

—Por no desaparecer —respondió ella, y luego bajó la mirada.

Él dudó un segundo. Luego, con esa mezcla de timidez y calidez que lo caracterizaba, le rozó la mejilla con la yema de los dedos.

—Y no pienso hacerlo —dijo en voz baja, y salió.

Dai cerró la puerta con suavidad. Se quedó unos segundos con la espalda apoyada en ella. Luego suspiró.

No había promesas. No había etiquetas. No había garantías.

Y sin embargo, todo parecía un poco más en su lugar.




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