Un Lugar En El Medio

31:316, mañana

—¿Estás seguro de que no quieres huir antes de cruzar esa puerta?

Elijah bajó la vista hacia sus zapatos y luego miró de reojo a Dai, que lo observaba desde el andén con una mezcla de expectativa y vértigo.

—No lo sé —respondió, con honestidad brutal—. ¿Tú crees que si fingimos que perdimos el tren, alguien lo va a verificar?

Dai soltó una risa y sacudió la cabeza, enredando los dedos en la bufanda mientras caminaban hacia el vagón que acababa de abrir sus puertas. Londres los esperaba, con su cielo opaco y su energía incesante, y Elijah ya sentía que el estómago se le replegaba de anticipación.

—Si te vas corriendo, te aviso desde qué parte del tren me tiré —bromeó ella, empujándolo con el hombro suavemente.

El trayecto no era largo, pero Elijah lo pasó en silencio, mirando por la ventana con la expresión tensa de quien espera una señal para dar la vuelta. Llevaba las manos entrelazadas sobre las rodillas y la mandíbula apretada. No paraba de tamborilear el pulgar contra el índice.

Dai, por su parte, leía distraídamente una revista que alguien había dejado sobre el asiento. O al menos, fingía leer. De vez en cuando le lanzaba una mirada lateral, calculando si decir algo o dejarlo estar.

Sabía que no era un viaje cualquiera.

La galería quedaba a unas cuadras de la estación, en una calle amplia bordeada de árboles y edificios de ladrillo rojo. La fachada era elegante, pero no pretenciosa. Elijah se quedó parado frente a la puerta de vidrio sin moverse.

—¿Entramos? —preguntó Dai, con una sonrisa casi cómplice.

Él le devolvió la mirada con una mezcla de resignación y terror.

—¿Y si les parece que todo lo que pinto es un error prolongado de casi veinte años?

—Entonces nos vamos, robamos una planta del vestíbulo como recuerdo, y nos fugamos a Edimburgo en el siguiente tren —respondió sin pestañear—. Tengo un plan para cada catástrofe.

Elijah dejó escapar una risa breve, y el simple sonido pareció aflojarle un poco el cuerpo. Asintió, respiró hondo y empujó la puerta.

Dentro, todo era blanco y luz. Techos altos, paredes desnudas esperando contenido. La pareja de curadores —jóvenes, entusiastas, con el tipo de atuendo cuidadosamente informal que se ve en las vitrinas de las librerías independientes— los recibió con apretones de mano cálidos y tazas de café recién preparado. En la mesa central había varias reproducciones de obras de Elijah, impresas en buena calidad, ordenadas cronológicamente.

Él sintió una punzada en el estómago al ver sus primeros trabajos ahí, expuestos como fragmentos de un mapa con su nombre grabado en cada trazo.

—Nos gustaría empezar con una retrospectiva completa —explicó una de las curadoras, mientras señalaba las imágenes—. No solo tu técnica, sino la evolución emocional de tu obra. Hay una coherencia muy fuerte en tu lenguaje visual.

Elijah asintió, incómodo.

—Y... ¿no es un poco arriesgado hacer una retrospectiva de alguien que todavía no ha muerto?

La curadora rio con cortesía.

—Bueno, para nosotros no se trata de cerrar una etapa, sino de mostrar el camino. El hilo invisible que te trajo hasta aquí. Es más potente de lo que crees.

Él asintió sin decir nada más. De pronto todo le parecía una broma que no entendía del todo.

Dai estaba sentada a su lado, con una taza entre las manos. No intervenía, pero su presencia era una constante: como una red bajo el alambre. De vez en cuando cruzaban miradas, y Elijah sabía que bastaba con apretar la mandíbula una vez más para que ella dijera algo que lo sacara de ahí. Pero no lo hizo.

Y por eso, él se quedó.

Volvieron a la estación al atardecer. Elijah no había dicho una palabra desde que salieron. En el tren de regreso, se dejó caer en el asiento junto a la ventana, con los ojos apagados y el cuerpo entregado, vencido por un día que no terminaba de dejarlo ir.

—¿Te moriste un poco allá dentro o solo fue tu alma abandonando el cuerpo? —preguntó Dai con suavidad, estirando las piernas.

—Ambas. Con dolor.

—¿Y te arrepientes?

Elijah dudó un segundo.

—No. Pero estoy en negociaciones con mi dignidad.

Dai sonrió, recostándose un poco hacia él. El tren avanzaba veloz entre campos que empezaban a teñirse de sombra.

—No te fue tan mal —añadió—. Ni siquiera sudaste como en la reunión del seguro médico.

—Eso fue una emboscada —protestó él—. Me hablaron de cobertura dental y terminé llorando sobre el historial clínico de mi padre.

Dai no respondió, pero le rozó el brazo con el suyo, apenas, en un gesto tan casual como constante.

Durante los siguientes minutos, solo se oyó el traqueteo del tren y la voz robótica del sistema de anuncios. Elijah cerró los ojos unos segundos. Cuando volvió a abrirlos, Dai lo estaba mirando con una expresión que no supo leer del todo.

—¿Qué? —preguntó, sin fuerza.

—Nada. Solo pienso en lo valiente que fuiste.

Él soltó una risa amarga.

—Estaba al borde de vomitar en una planta.

—Sí, pero entraste igual —dijo ella—. Y eso ya dice mucho.

La miró, lento. La luz dorada del atardecer se colaba por la ventana, perfilando su rostro. Elijah sintió algo más allá del orgullo, más allá del miedo.

—Si tú no hubieras estado ahí —dijo finalmente—, no habría cruzado esa puerta.

Dai lo observó en silencio, y esta vez, no dijo que estaba exagerando. No dijo que se subestimaba. Solo tomó sus palabras como eran: verdaderas.

—Me alegra haber ido —susurró.

Al llegar al pueblo, caminaron juntos hasta la casa de Dai. La noche era clara, y el aire fresco de campo parecía distinto al aire denso de Londres. En la entrada, Elijah metió las manos en los bolsillos y se quedó ahí, dudando entre decir algo más o marcharse.

—¿Quieres entrar un rato? —preguntó ella.

Él negó con la cabeza, pero sin apuro.

—No hoy. Creo que ya agoté mis reservas sociales por el mes.




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