Un Lugar En El Medio

32:431, mañana

El sol comenzaba a descender por detrás de los edificios, derramando un tono dorado sobre los muros del departamento. En la sala, Hana dibujaba con sus lápices de colores, las piernas cruzadas sobre la alfombra y la lengua afuera en un gesto de concentración absoluta. Dai, desde la cocina, vigilaba el horno mientras preparaba una jarra de limonada. Elijah estaba por llegar, como casi todos los fines de semana desde hacía un mes. No lo habían dicho en voz alta, pero ya era costumbre: los sábados eran suyos.

Cuando Elijah llamó a la puerta, Hana fue la primera en correr. Lo dejó entrar con la misma naturalidad con la que uno deja entrar a alguien que siempre ha estado ahí.

—Mira —le dijo, extendiéndole una hoja con una figura difusa que claramente era un intento de retrato—. Eres tú. Pero más guapo.

—Gracias —respondió Elijah, tomando el dibujo con una sonrisa—. Siempre es bueno tener una versión mejorada de uno mismo colgada en la nevera.

Dai se rió mientras dejaba los vasos sobre la encimera.

—No se te ocurra ponerte exigente. Le tomó como diez minutos decidir qué color usar para tu cabello.

—Y aún no estoy segura —añadió Hana—. No es exactamente gris, pero tampoco marrón. Es como... un color de persona seria.

Elijah fingió indignación.

—¡Oye! ¿Se supone que es eso es un cumplido?

—No lo sé. Pero es bonito —dijo la niña con una encogida de hombros antes de volver a su dibujo.

Más tarde, mientras la noche comenzaba a caer y Hana se preparaba para dormir, Dai entró en la habitación de su hija para apagar la lámpara de lectura. Pero justo cuando se inclinaba para darle un beso en la frente, Hana la detuvo.

—Mami —susurró—. ¿Elijah se va a quedar para siempre?

Dai sintió un leve tirón en el pecho. Se sentó al borde de la cama y le acarició el cabello.

—¿Por qué lo preguntas?

—Porque viene mucho —dijo Hana, con la lógica sencilla de los niños—. Y cuando viene, tú sonríes más. Pero a veces también parece que estás triste.

Dai tragó saliva.

—A veces las cosas bonitas también nos asustan, Hana —murmuró—. Pero eso no significa que no las queramos.

La niña asintió, aunque no parecía completamente satisfecha con la respuesta. Cerró los ojos sin decir nada más. Dai se quedó allí un momento más, observándola respirar, antes de apagar la luz y salir.

En el balcón, Elijah ya estaba sentado, con las piernas cruzadas y la espalda apoyada en la pared. Tenía un vaso de limonada a medio terminar en la mano. La brisa de la noche le alborotaba el cabello, y la ciudad a sus pies parpadeaba con luces que parecían más suaves a esa hora.

Dai se acomodó a su lado con un suspiro, dejando que sus rodillas se rozaran.

—¿Está dormida? —preguntó él, sin dejar de mirar el cielo.

—Casi. Pero antes me lanzó una bomba.

Elijah giró el rostro hacia ella, curioso.

—¿De qué clase?

Dai bebió un sorbo de limonada antes de responder.

—Me preguntó si te vas a quedar para siempre.

Elijah dejó el vaso en el suelo con cuidado. Bajó la mirada, pensativo, y durante unos segundos no dijo nada.

—¿Y qué le dijiste?

—Honestamente —respondió Dai, en voz baja—, evadí la pregunta.

Él asintió, sin reproche. Solo escuchando.

—¿Tú lo sabes? —preguntó ella entonces, girando el rostro hacia él.

Elijah no respondió de inmediato. Jugó con el borde del vaso, pasándolo entre los dedos, mientras el silencio se asentaba entre ellos como una manta ligera. Finalmente, la miró. Sus ojos no tenían urgencia, pero sí algo decidido, algo profundamente honesto.

—No tengo muchas certezas —dijo—. Pero si tú quieres que me quede, lo haré.

Dai sintió que algo en su pecho se aflojaba. No era una promesa grandilocuente, no era un juramento eterno ni una declaración de amor dramática. Era solo eso. Una verdad pequeña, serena.

—No sé si puedo prometer que esto va a funcionar —confesó ella—. Lo último que quiero es arrastrarte a mis miedos. O que termines atrapado en el remolino que a veces es mi cabeza.

Elijah sonrió, apenas.

—Dai... ya estoy adentro. No es un remolino. Es un hermoso jardín. Hay días de lluvia y otros con más luz. Y sí, a veces hay ramas secas, pero también cosas que florecen. No me asusta.

Ella rió, ladeando la cabeza.

—¿Eso fue una metáfora botánica?

—Estoy explorando nuevos recursos narrativos —respondió, con una expresión completamente seria.

Dai apoyó la cabeza en su hombro, en silencio. La noche seguía su curso, sin prisas. Ninguno de los dos necesitaba decir mucho más.

—¿Tú te lo imaginabas así? —preguntó Dai, casi en un murmullo.

—¿El qué?

—Nosotros. Después de tanto.

Elijah la miró por el rabillo del ojo. Se notaba que pensaba la respuesta, resistiéndose a la opción más simple.

—No me imaginaba nada, en realidad. Solo sabía que, si algún día te volvía a ver, no iba a dejar que la oportunidad pasara sin decirte que todavía estabas en mi vida. Aunque fuera en la parte más pequeña.

Dai se mordió el labio y apretó un poco más su brazo contra el de él.

—No es tan pequeña.

—No. Ya no. Nunca lo fue —dijo él, con voz baja.

Después de un rato, terminaron la limonada y se quedaron simplemente ahí, mirando las ventanas de otros edificios encenderse una a una. Elijah acarició con los nudillos la parte interna de su muñeca. Un gesto mínimo. Y sin embargo, bastaba.




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