El sol del mediodía entraba oblicuo por los ventanales del ala pediátrica del hospital, lanzando haces de luz pálida sobre las baldosas claras. Había algo extraño en ver ese pasillo casi vacío, cuando durante tantos meses fue sinónimo de urgencia, agotamiento y miedo. Pero ahora, sin la maquinaria constante, sin los pasos apresurados de médicos y enfermeras, se sentía distinto. El lugar finalmente respiraba.
Dai se detuvo en el umbral de la sala de juegos, el eco de su caminar desapareciendo tras ella.
Elijah estaba de espaldas a ella, en lo alto de una escalera baja, con la camiseta remangada y manchas de color hasta en el cuello. Sostenía el pincel con firmeza, pero la forma en que inclinaba la cabeza revelaba concentración más que prisa. Pintaba en silencio, en una quietud que a Dai le pareció sagrada.
Al acercarse un poco, pudo ver que la pared cobraba vida bajo su mano. Era un mural suave, de líneas fluidas: un claro entre colinas, un lago de agua quieta, árboles que se curvaban hacia el cielo, con ramas que parecían contar historias. Y justo en el centro, sentado junto al lago, había una criatura de rostro amable y cuerpo pequeño, con orejas grandes, cola en espiral y una flor brillante entre las patas.
Dai parpadeó. Su corazón dio un vuelco extraño.
—¿Es un huldrefólk... con forma de zorro? —preguntó suavemente, cuidando que su voz no rompiera la quietud del todo.
Elijah giró la cabeza, sorprendido, con una sonrisa que nació despacio.
—Sabía que lo ibas a reconocer —dijo—. Aunque pensé que te ibas a demorar más.
—¿De dónde lo sacaste?
Elijah bajó de la escalera y se agachó junto a un pequeño bolso que había en el suelo. Sacó una hoja doblada, ligeramente amarillenta por el tiempo. Se la tendió.
—Estaba dentro de aquel libro de cuentos islandeses que me prestaste antes de irte —dijo—. Era tu letra. Lo olvidaste ahí.
Dai desplegó el papel con cuidado. Era una hoja de libreta escolar. En una esquina, con bolígrafo azul, su yo de diecisiete años había escrito:
"Me gusta este cuento porque dice que los huldrefólk se aparecen sólo a quienes pueden ver con bondad. Que no todos los ojos saben reconocerlos. Ojalá tú sí puedas."
Se quedó en silencio un instante, mirando sus propias palabras, con la sorpresa de quien las descubre por primera vez.
—No recordaba haber escrito esto —susurró—. Era una tontería adolescente.
—No lo era —replicó Elijah, sin dudar.
Dai levantó la mirada. Él no sonreía. Solo la observaba con ese gesto contenido, vulnerable, que usaba cuando decía cosas demasiado sinceras.
—Lo guardé todos estos años —continuó—. No sabía por qué al principio. Pero cuando me ofrecieron hacer este mural como parte de un programa de voluntariado artístico, lo encontré. Estaba en una de las cajas que nunca desempaqué.
—¿Te ofrecieron?
Elijah asintió, encogiéndose de hombros.
—Una de las doctoras conocía mi trabajo por Marlowe. El hospital quería reformar esta ala, hacerla más cálida para los niños que pasan tanto tiempo aquí. Me preguntaron si me interesaba, y... dije que sí. Pensé en Hana... y en ti.
Dai sintió una punzada dulce en el pecho. Caminó lentamente hasta sentarse en el suelo, junto a las latas de pintura. Elijah se sentó a su lado.
—¿Y por qué ese zorro? —preguntó, señalando la criatura del mural—. No es como en los cuentos.
—Lo cambié un poco —admitió Elijah—. Lo dibujé con los ojos que creo que tú le diste en tu nota. No lo hice invisible ni lo escondí detrás de los árboles. Lo puse en el centro.
—¿Por qué?
Elijah respiró hondo. Luego murmuró, sin grandilocuencia:
—Porque a veces las cosas más mágicas son las que alguien creyó que no merecían ser vistas.
Dai lo miró en silencio. Sintió un nudo en la garganta. El mural no era perfecto. Las líneas aún estaban frescas en los bordes, algunas sombras faltaban. Pero el conjunto era hermoso. Tranquilo. Como un lugar seguro. Y esa criatura—ese zorro mágico nacido de un cuento olvidado y una nota descuidada—era, ahora, el corazón del paisaje.
—¿Sabes lo que me gusta más de los huldrefólk? —dijo Dai después de un momento—. Que nadie sabe si realmente existen. Pero cuando los ves, todo se siente un poco más verdadero.
Elijah volvió a subir la escalera y retomó el pincel. Dai se quedó allí, sentada, mirándolo en silencio. Él le preguntó si los árboles debían inclinarse más. Ella asintió. Le sugirió que añadiera una luna blanca, justo sobre el lago. Él lo hizo. Durante un rato, no hablaron más. El sonido del pincel era lo único que llenaba el aire.
Cuando Elijah terminó por ese día, bajó la escalera con el cuerpo tenso. Dai se acercó y con el pulgar le limpió una gota de pintura del cuello, sin decir nada. Él no se movió.
—Gracias por venir —susurró.
—Gracias por invitarme —respondió ella.
—No lo hice.
—Lo sé.
Sonrieron.
Mientras el sol descendía fuera del edificio, bañando la sala en tonos de ámbar, ambos se quedaron de pie frente al mural. Dai alzó una mano y rozó apenas la figura del zorro con la yema de los dedos.
—Ahora entiendo —murmuró—. Por qué lo pusiste en el centro.
Elijah no respondió. Pero en su silencio había una certeza.
Lo que alguna vez fue una despedida, ahora era una señal. Un hilo invisible que los unía. No como antes. No con urgencia ni miedo. Sino con algo más profundo. Más libre.
Y mientras el mural seguía secándose al ritmo del atardecer, Dai supo que, aunque el futuro aún era incierto, había algo innegable en este presente.
Algo que, incluso con sus grietas, valía absolutamente todo.
—¿Sabes? —dijo Elijah, sin mirarla, con las manos aún manchadas de pintura—. Me pregunto si los niños van a notar que el conejo del mural tiene exactamente tu misma expresión cuando estás a punto de criticar algo que no pediste.
Dai lo miró, con lentitud, sin parpadear.