La tarde caía con lentitud sobre Monmouth, el cielo parecía consciente de que era uno de esos días que no debían terminar demasiado rápido. Afuera, la luz gris filtraba los árboles del jardín trasero, y el aroma de tierra húmeda se colaba por las rendijas de las ventanas abiertas. Rin había salido con Aiko y Naomi a una tienda del centro. Andreas dormía. El reloj del comedor marcaba las seis con su tic-tac cansado y regular.
Dai y Elijah estaban en el salón de la casa. No había nadie más. La radio murmuraba una melodía instrumental que nadie escuchaba con atención, y el sonido del hervidor en la cocina llenaba el silencio con una calma casi absurda. Elijah estaba sentado en el suelo, con la espalda apoyada contra el sofá, los pies descalzos. Dai, en cambio, se había acurrucado en uno de los sillones, las piernas recogidas y una manta ligera sobre los muslos.
Habían estado hablando, aunque no recordaban de qué. De cosas pequeñas. De lo que Hana había dicho esa mañana. De los tulipanes que no resistieron la última helada. De una receta de panqueques que Elijah había arruinado con entusiasmo.
El sol ya no entraba por la ventana, pero la luz que quedaba era suficiente para que el mundo siguiera viéndose con claridad.
—¿Recuerdas la primera vez que me hablaste? —preguntó Elijah de pronto.
Dai lo miró de reojo, arqueando una ceja.
—¿En serio te vas a poner nostálgico justo hoy?
—Hoy me siento valiente.
Ella sonrió. Cambió de posición, acurrucándose contra el sofá, dejando que sus rodillas rozaran las de él. No respondía de inmediato, como esperando que las palabras se acomodaran en silencio antes de salir.
—Recuerdo que dijiste algo sobre hadas y caracoles, y luego te caíste de una piedra —continuó.
—Me caí con gracia —corrigió ella, fingiendo ofensa.
—Te reíste con la cara llena de barro. Me dio un poco de miedo.
Dai rió también. Le gustaba hablar del pasado cuando lo hacía con él. No era nostalgia triste. Era otra cosa. Una forma de volver a casa.
—Pensé que eras raro —dijo después—. Callado. Con esa forma tuya de mirar sin hablar.
—¿Y tú? —Elijah ladeó la cabeza—. Tenías una flor en la mano y me la diste como si me estuvieras entregando un paquete de alguna sustancia ilegal.
Ella rió suavemente.
—En ese tiempo no sabíamos nada de eso... además, era solo una flor fea.
—No. Estaba cansada —corrigió él—. Pero no rota.
Ella bajó la vista y asintió, necesitando reconocer también eso.
El hervidor silbó. Elijah se levantó con lentitud, fue a la cocina y volvió con dos tazas. Le pasó una a Dai sin decir nada y volvió a sentarse, esta vez más cerca. Cuando apoyó el brazo sobre el cojín del sofá, la mano de Dai se deslizó casi por instinto hasta encontrarse con la suya. No se miraron enseguida. No hacía falta.
—¿Sabes? Yo te amé desde siempre —murmuró Dai, sin levantar la vista—. Incluso cuando no debía. Incluso cuando no quería.
Elijah dejó su taza sobre la mesa. Se incorporó un poco, apoyando la frente contra la de ella.
—Y yo no supe nunca cómo decirlo —susurró—. Pero también te amé. Todo el tiempo. En los silencios. En lo que nunca pasó. En lo que no supimos mantener.
Dai cerró los ojos. Sintió el calor de su respiración, el peso leve de su ternura.
—Entonces, dilo ahora.
Elijah la miró. Le sostuvo la mirada con la calma de alguien que ya no necesita esconderse.
—Te amo.
Lo dijo así. Sin miedo. Sin urgencia. Al fin, después de tanto, las palabras encontraron el lugar donde posarse.
Dai lo besó. No fue un beso largo ni torpe. Fue un beso simple, quieto, que sabía a hogar. Luego apoyó la cabeza en su hombro y él la abrazó, envolviéndola sin apretar.
—Yo también te amo.
Afuera, las hojas caían de los árboles. No hacía viento, pero todo parecía moverse igual.
—Mira —dijo Elijah, señalando con la mano hacia el ventanal, como evocando una imagen justo frente a ellos—. El duraznero sigue ahí.
Dai levantó la cabeza, y por un momento, pareció que lo veía de verdad.
—El mismo que nos cobijaba cuando éramos niños.
—El que nunca se quedó sin flores, aunque el invierno le pegara duro.
—Terquísimo. Como tú.
—O como tú —dijo Elijah, sin mirarla, y luego añadió con una media sonrisa—. Pero con mejor pelo.
Dai soltó una risa ahogada, fingiendo molestia.
—Vete a la mierda.
—Después —dijo él—. Ven aquí primero.
La atrajo con suavidad. Le besó la sien y la sostuvo contra su pecho. Dai no se resistió. Solo se dejó estar. Cerró los ojos. Respiró hondo. Le creyó.
Y él también se creyó a sí mismo.
—¿Y ahora qué? —preguntó ella.
Elijah se encogió de hombros.
—Ahora... me vas a decir que esta música rara de fondo también la elegiste tú.
—No lo hice —dijo ella.
—¿Y si te digo que me gusta?
—Te llamaré mentiroso.
—Y yo me dejaré.
Volvieron a reír. Con suavidad. Sin apuro. Elijah entrelazó sus dedos con los de ella, y Dai apoyó su frente contra su hombro. Permanecieron así. Sintiendo el latido del otro. El calor en la piel. El tiempo suspendido.
No sabían si el futuro los llevaría por caminos fáciles o difíciles. No sabían si tendrían todas las respuestas, si lograrían llenar los vacíos, curar lo que aún dolía, sostenerse en todos los días malos.
Pero sabían, con la certeza tranquila de quien ha dejado de correr, que se tendrían el uno al otro.
No en los extremos. No en las promesas perfectas ni en los planes cerrados.
Sino en algo más real. Más honesto.
En un lugar en el medio.
Como compañeros.
Como refugio.
Como hogar.
Y eso bastaba.
Bastaría para siempre.
FIN