Las sombras aparecen y desaparecen dentro de mi campo de visión. Ya no las tengo tanto miedo como antes. He aprendido que algunas son buenas y otras malas, en realidad, muchas de ellas me ignoran si simplemente finjo que no las veo.
Al principio era difícil. La gente me miraba raro cuando hablaba de personas que solo yo podía ver. Todos creían que estaba loca. Mi madre creía que estaba loca. Por suerte, mi abuela me pudo ayudar con este pequeño problema.
Que una niña de ocho años vea fantasmas no es algo normal. Como digo, tardé mucho en acostumbrarme a ello. Todavía recuerdo el primer espectro que se manifestó delante de mí cama la noche que cumplí ocho años, hace ya unos cuantos años.
Esa noche no hacía más que tener pesadillas con gente desconocida para mí. Solo veía personas que no había visto en mi vida. Pensé que eran sueños normales, como cuando a veces sientes que caes por un precipicio; o te persigue alguien con un arma, y por mucho que intentes correr, no te mueves del sitio. Pesadillas angustiosas de las que solo deseas despertar, eso era para mí ver a toda esa gente. Tiempo después, descubrí, que las personas que veía en mis sueños, eran en realidad espíritus que rondaban por mi alrededor. Algunos con un propósito, y otros por error.
Cuando desperté por la madrugada, no podía pensar con claridad. ¿Dónde estaba? ¿Seguía en mi cama? ¿En mi casa? Desorientada busqué la luz de la mesilla para poder ver mejor la habitación. Aquel pequeño espacio se había convertido en mi santuario: las paredes de violeta claro estaban llenas de posters de grupos de música, y las estanterías llenas de muñecas que vigilaban en silencio todas mis acciones. El escritorio estaba abarrotado de papeles arrugados, pintados y sucios, debido al intento de pintar con acuarelas. Durante muchos años, probaba diferentes aficiones con la intención de encontrar algo que me llamara la atención.
Esa noche tenía miedo. Aunque la luz estuviera encendida, una figura negra, encapuchada y casi translucida, reposaba a los pies de mi pequeña cama. El primer instinto de una niña de esa edad había sido gritar y llamar a su madre. Pero yo no sentí esa necesidad. Era cierto que tenía miedo, pero también sentía que lo que estaba pasando no era normal, y por tanto, era mejor no avisar a mamá.
Me quedé observándola en silencio. Ella me observaba a mí ¿Qué quería? ¿Podría hablar? Dudando, me acerqué muy despacio, intentado analizar mejor lo que pasaba. Mi cerebro de niña, todavía no estaba asimilado este momento.
La figura encapuchada no se movía, no respiraba; y si me fijaba mucho, podía ver a través de ella. Era extraño.
— Hola, ¿Eres malo? —pregunté con voz infantil. El espectro no contestó. No me extrañó. Era una posibilidad que ya había contemplado. En cambio, no me rendí.
—Yo soy Sarabel, pero me puedes llamar Sara, o si te gusta más, Sarabel. Todos me llaman Sarabel, aunque dice mamá que está muy feo que las personas acorten un nombre tan bonito. A mí en realidad me parece muy feo. Cuando sea mayor, me lo quiero cambiar. ¿Cuál es tu nombre? Te puedo llamar Sombra si quieres. Te quedaría muy bien.
A pesar de seguir aburriendo a mi invitado con tanta conversación, no dijo nada. ¿A caso tenía boca?
— ¿Puedes hablar? —pregunté curiosa. Por fin, pude percibir algo de movimiento. La sombra negó con la cabeza. — Entonces todo tiene sentido. No te preocupes, te puedo ayudar.
No es que fuera la mejor respuesta de una niña, pero las palabas salían de mi solas, como si alguien las hubiera dicho por mí.
La sombra no se volvió a mover, solo se quedó ahí, quieta. Dejando que las horas pasasen.
— Si no te importa, yo me vuelvo a la cama, mañana hay cole y tengo que estar descansada. —según hablaba, me cobije de nuevo entre las sabanas e intenté dormir. El resto de la noche pasó sin incidentes, y cuando me desperté, el chico encapuchado ya no estaba.
A la mañana siguiente se lo dije todo a mi madre, la cual, casi se cayó de la silla del susto. No dijo nada, solo abrió la boca exageradamente y dijo que hoy no iría al colegio. Me alegré mucho. No es que no disfrutase en el colegio, pero tampoco tenía muchos amigos y había días que no me lo pasaba bien. Horas más tarde, mamá me dijo que haríamos una visita a la abuela. Eso sí que me emocionó. De verdad adoraba a la yaya. Cada vez que iba tenía galletas recién horneadas y me recibía con un fuerte abrazo, siempre acompañado de un característico olor a menta y limón.
Vivía no muy lejos de nuestra zona residencial, así que diez minutos después, la abuela nos recibió muy alegre y llena de sorpresa. Mi madre la dijo dos palabras, y su rostro se puso serio. Ella sabía algo que yo no, y no me gustaba. Me consideraba lo suficientemente mayor para formar parte de las conversaciones de adultos.
— Abuelita, ¿Qué pasa?
— Nada cielo, vamos a hablar en el salón.
La acompañé alegré y esperé a amabas sentada en el sofá.
— Sarabel cielo, me ha dicho tu madre que esta noche has tenido visita.
— Si abuela, una figura encapuchada muy extraña. Intenté hablar con él, pero se quedó delante de mí, mirando.
— ¿Sabes lo que significa eso?
En aquel momento, mis creencias sobre fantasmas se resumían a los de los dibujos animados y no entendía muy bien a qué se refería. Sin embargo, con el paso del tiempo, descubrí, que yo no era una chica tan normal.
Editado: 02.03.2021