NICOLETTA (NIKI)
—¡Salta ahora! —avisa Alessandro mientras corre con el auto de juguete —. No te detengas o perderás la misión.
—No agente —. Me sumerjo en su fantasía y su juego. Lo sigo y al mismo tiempo cuido cada uno de sus pasos ya que el padre me mataría si se lastima nuevamente—. Un refugio para descansar.
Busco una excusa para descansar un momento, llevamos más de dos horas jugando, pronto anochecerá y no hay rastro de su padre todavía.
—Estoy cansado —dice con la respiración agitada. Claro, a esa edad la batería dura más tiempo. Reviso los estantes y no distingo algún jarro o vaso del que pueda beber —. Tengo sed, vamos a la cocina.
Alessandro se coloca de pie y de puntillas consigue abrir la puerta. Casi troto en silencio detrás de él ya que baja como un cohete.
—Alessandro, más despacio que puedes lastimarte de nuevo.
Obedece y me doy unas palmadas mentales en el hombro. Mi meta es mantenerlo vivo e integro. De su vida depende la mía en esta encrucijada.
—¡No quiero comer eso! —escucho que exclama cuando ingreso en la vulgarmente amplia cocina.
—Es la cena y sus alimentos ya están organizados para la semana. Su padre dijo que no toleraría un berrinche como el de la última vez —explica la señora que me abrió al llegar. Por la forma en que le habla está entiendo porque Alessandro no se asemeja a muchos niños. Está acostumbrado a vivir entre adultos, que le hablen como adulto, pero es un niño y por ello se le castiga constantemente.
—¡Yo no quiero esto Fátima! No me gustan las verduras, lo he dicho mil veces —empuja el plato dejando atrás al niño con el que estuve hace un momento.
—Hola —intervengo en la pequeña pelea. Fátima me repasa con la mirada, lejos de ser un gesto altivo, me hace recordar que soy una extraña poco digna de confianza —. ¿Sucede algo?
—La cena de Alessandro es servida a las 5:00 p.m. diario sin excusas y son… —revisa su reloj —. Las 5:30 p.m. —reprocha.
—Yo… yo no sabía. El señor Ranieri solo me pidió que me quedara hasta su regreso. Me dijo que usted se encargaría de ella.
Fátima poco satisfecha con mi respuesta se da la vuelta y empieza a servir comida en un plato.
—¿Es alérgica a alguna comida? —inquiere.
—No lo soy y no tienes que molestarte…
—¿Qué? ¿Usted también hará berrinche por la comida? —cuestiona ubicando mi plato junto al asiento de Alessandro.
Me doy cuenta que el mal humor es algo innato en esta casa.
—Estaré en mi apartado, si necesitan algo pueden tocar este timbre —señala un botón en la pared junto al refrigerador.
—¿No se quedará con nosotros? —inquiero.
—Mi lugar es atrás. Y si usted está aquí ya no tengo más responsabilidad —explica con socarronería antes de retirarse.
—¿Comerás eso? —inquiere Alessandro haciendo una mueca.
—Si y tú también lo harás —aseguro bastante seria. Le doy una oportunidad y no sé si es porque estoy acostumbrada a la comida de hospital y a chatarra de la calle, pero aquello me parece un manjar.
—Papá dice que es de mala educación comer de esa forma, es asqueroso —dice Alessandro. Tiene razón, pero es que su padre tampoco ha estado a pasos de quedar en la calle o ha tenido que aguantar tiempos de comida.
—Sabes que es lo que dice mi abuela, que no es bueno desperdiciar comida —me limpio con una servilleta y recupero mi postura.
—Pero no me gustan —expresa enfadado de nuevo.
Pienso por un momento y algo reacciona en mi cabeza. Fátima dijo que ya tiene una dieta establecida, entonces…
—¿Y qué has hecho todo este tiempo con los vegetales? —inquiero.
No me responde y voltea el rostro apenado.
—¿Alessandro?
—Los he tirado a la basura —susurra.
Por supuesto, sin Fátima aquí y el completamente solo no es de extrañar que lo hiciera.
—Lástima que ahora tienes un vigilante. No nos levantaremos hasta que los termines —sentencio.
—¡No me puedes mandar! —. Retengo una risa ya que se ve exactamente igual a su padre.
—Entonces iré a jugar yo sola.
—¡No! —grita—. No me dejes solo, es que de verdad no me gustan —solloza.
—¿Quieres que te de mi secreto para comer las verduras? — asiente y procedo a hacer papilla los vegetales y mezclarlo con lo demás. Se ve raro, pero disimula el sabor —. Pruébalo, ahora.
El pequeño no protesta más y dudoso toma una cucharada de la comida. Suelto un suspiro cuando procede a un segundo y un tercero.
—Gracias por todavía acordarte de mí —digo en un gesto dramático al cielo.
—¿Hablas con el techo? ¿Estas mal de la cabeza? —pregunta Alessandro mientras mastica.
—No, bueno solo un poco —bromeo.
—Entonces somos iguales, mi mamá me dijo que estaba loco porque jugaba solo y no con otros niños —libera con total naturalidad un dato que en su inocencia es irrelevante, pero que como adulto, puede ser alarmante —. Quiero más —dice.