Un papá para Mila

Capitulo 5

Queens, Nueva York. 

El aroma a lirios blancos y la suave melodía de Bach llenaban la atmósfera de la pequeña capilla. 

Sus pensamientos estaban enredados en el laberinto de la pérdida, incapaz de encontrar consuelo en medio de la tristeza abrumadora.

– Hace frío, mamá – dice con melancolía, al momento que deposita una rosa sobre el ataúd. 

«Mami, siempre hace frío cuando no duermes conmigo» le llega el recuerdo de una pequeña Maya, recibiendo con los brazos abiertos a su madre. 

Vestida de negro, se encuentra de pie ante el ataúd de su madre, rodeada por su familia. El ambiente está cargado de tensión mientras ella lucha por procesar la doble tragedia de perder a su madre y a su exprometido. 

– Les perdono, mami – limpia la lágrima que corre la mejilla izquierda –. Les perdono.

Xandro y Xander, los hermanos mayores de Maya, se encuentran a su lado, el magnate con expresiones que mezclan el dolor y la sorpresa, mientas que el militar no muestra sentimiento alguno.

Ella siente que el peso de la pérdida la aplasta, como si el aire mismo se hubiera vuelto más denso y difícil de respirar. 

La gente estaba juzgando a su madre, muchos de sus conocidos ni siquiera habían ido a darle el último adiós a Marena.

Maya cierra los ojos por un momento, tratando de bloquear el mundo a su alrededor. Imágenes de su madre, de su risa cálida y sus abrazos reconfortantes, se agolpan en su mente, dejándola abrumada por la sensación de vacío que ahora la invade.

Y luego, los recuerdos de su exprometido, de los sueños que compartieron y que se desvanecieron tan abruptamente, la golpean como una ola implacable.

Lucha por mantener la compostura, consciente de las miradas de sus demas familiares, que parecen juzgarla, sobre todo la mirada de su madrastra, esperando que se comporte a la altura de las circunstancias. Pero en su interior, Maya se siente perdida, hundiéndose en un mar de dolor y confusión que amenaza con consumirla.

Evita cruzar miradas con su madrastra, temerosa de enfrentar la hostilidad que percibe en ella. En lugar de eso, deja que su mirada se deslice hacia su padre, quien mantiene una expresión estoica, incapaz o renuente a consolarla en este momento de profundo dolor.

Los mellizos parecen ser los únicos que comprenden la magnitud de su sufrimiento.

Desea poder escapar de este lugar, alejarse de las miradas inquisitivas y las tensiones que parecen asfixiarla.

Lentamente, deja que su mirada se pose en el ataúd que contiene los restos de su madre. Un nudo se forma en su garganta, y siente que más lágrimas amenazan con brotar de sus ojos.

Las imágenes de su madre riendo a carcajadas mientras horneaban galletas juntas, o acariciando su cabello con ternura cuando la consolaba, se reproducen en su mente como una película en cámara lenta. Puede sentir de nuevo el calor de sus abrazos y escuchar su voz susurrando palabras de aliento.

Toma una respiración profunda, concentrándose en el sonido de su propia respiración, en un esfuerzo por aferrarse a la realidad.

De repente, el rostro familiar de Elliot McCarthy, aparece entre la multitud. El corazón de Maya da un vuelco cuando sus miradas se cruzan, y una oleada de emociones la inunda.

El empresario se acercó con paso vacilante, su rostro reflejaba una mezcla de tristeza y desconcierto. Había llegado al funeral de la madre de Maya, impulsado por un deseo irrefrenable de cuidarla, como si él pudiera protegerla del dolor. 

Sus ojos se encontraron, y en ese instante, pareció que el tiempo se detuvo. Solo ellos dos, allí. 

Xandro aprieta el puño reconociendo al tipejo, detrás de él llegaban otros McCarthy, el senador Jared McCarthy y el doctor Lance McCarthy, más atrás una hermosa rubia de ojos verdes que le provoca un suspiro al militar, que no deja de observarla, la hermosa Zuri McCarthy. 

—Maya... —murmuró, su voz apenas un susurro cargado de emoción.

—Elliot —respondió, su voz temblorosa por la sorpresa y la tensión emocional.

Se quedaron mirando el uno al otro, palabras no dichas flotando en el aire entre ellos.

Él quería decirle tantas cosas: cómo lamentaba no haber estado allí para ella, cómo la había extrañado cada día desde que se separaron, y sobre todo, cómo la amaba con una intensidad que lo consumía.

Maya también tenía tanto que decirle el rubio de ojos esmeralda que le aceleraba el corazón con tan solo una mirada. Quería contarle sobre el bebé que llevaba en su vientre, el fruto de esa noche donde se prometieron solo extirpar las penas y no volverse a ver.

Quería decirle que a pesar del tiempo transcurrido, su corazón aún latía por él, más fuerte que nunca.

Pero las palabras se atascaron en sus gargantas, ahogadas por el peso del dolor y la incertidumbre. Se miraron en silencio, compartiendo un momento de complicidad y nostalgia.

Rompe la distancia y la abraza, la sostiene con delicadeza, como si temiera que pudiera romperse entre sus brazos. Siente cómo el cuerpo de ella se estremece ligeramente, y su corazón se encoge al ver el dolor reflejado en sus ojos. Quiere decir algo, ofrecer palabras de aliento, pero nuevamente decide callar. 

Se aferra a él, hundiendo el rostro en su pecho. El mundo desapareció en ese abrazo.

El aroma conocido de él, una mezcla de madera y sándalo, la envuelve como un bálsamo para su alma herida.

En ese instante, se permite bajar la guardia, dejando que las lágrimas que había querido contener, finalmente fluyan libremente.

Abrazarse en público solo agrega más complejidad a la situación, pero en ese momento, no le importa. Estaba ahí con ella, brindándole el consuelo que tanto necesita, y se siente agradecida por su presencia, por el refugio que le ofrece. 

Finalmente, rompió el silencio, su voz apenas un susurro.

— Lo siento tanto, nena – acaricia su cabello –. Marena, a pesar de todo, fue una madre maravillosa.




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