Un príncipe en construcción

2

No quiero jugar tu juego, no quiero que me rompas el corazón

Déjame correr ahora, dame una salvación.

No soy cobarde, sólo superviviente.

Déjame correr ahora, dame una salvación

 

Jennifer se tiró en su cama mirando el techo sintiéndose agotada, completamente agotada. Había estado en reunión tras reunión todos estos días, pero no era eso lo que había agotado sus energías, eran las noticias recibidas en esas reuniones. 

Tal como Hammonds le había dicho, no había mucho que hacer; sólo tenía dos opciones: casarse, o irse a la banca rota. 

Lucile entró a su habitación con paso silencioso y se sentó a su lado en la enorme cama. Extendió una mano a la suya apretándola con suavidad.

—Quisiera poder ocupar tu lugar en esta decisión tan terrible que tienes que tomar —le dijo Lucile, y Jennifer sólo apretó con fuerza sus ojos.

—No digas eso, porque entonces, yo estaría deseando tomar tu lugar —Lucile sonrió. Recordó que no siempre ellas habían sido unidas; durante mucho tiempo, su hija había preferido a su padre por encima de ella, pero luego ella había madurado un poco, y se habían hecho más cercanas, y esa cercanía se estrechó luego de la muerte de William.

—Sabes, yo sé organizar eventos —dijo Lucile con una sonrisa—. Siempre he sido buena organizando fiestas para tu padre; cenas y soirées. ¿Lo recuerdas? Tal vez podamos, entre las dos, crear una nueva empresa—. Al oírla, Jennifer se sentó en la cama mirándola con seriedad.

—Mamá, lo difícil no es volver a empezar. Sé que estás dispuesta a sacrificar muchas cosas por mí, pero no será necesario.

— ¿Qué… qué piensas hacer? —Jennifer respiró profundo.

—Me… me entrevistaré con los hermanos Blackwell. Les haré una propuesta.

— ¿Aceptarás casarte con uno de ellos?

— ¡Claro que no! 

— ¿Entonces?

—Ellos son nuestros mayores acreedores. Tal vez se pueda hacer algo. Hablaré con ellos. Jugaré mi última carta—. Lucile apretó sus labios, y Jennifer se apresuró a añadir: —Tal vez me escuchen. Tal vez no todo esté perdido.

—Si decides que son demasiado horribles y que por ningún motivo te casarías con ellos, recuerda que no me importa trabajar—. Jennifer se acercó a ella y le besó la mejilla.

—Gracias. Eres la mejor del mundo—. Lucile la vio ponerse en pie y tomar su teléfono—. ¿Hammonds? —saludó ella—. Dile por favor a los Blackwell que estoy dispuesta a hablar con ellos. Sí, aquí en mi casa. ¿Este sábado? Bueno… está bien. Tendré que cancelar algunas cosas, pero entre más pronto, mejor. Gracias, Hammonds—. Jennifer cortó la llamada y miró a Lucile con una sonrisa que no le llegó a los ojos—. Los veré este sábado. Vendrán a cenar. ¿Podrías, por favor, ayudarme en la organización de esta cena en particular? —Lucile sonrió.

—Claro que sí, hija.

 

Jeremy Blackwell entró a la hermosa casa de los Hendricks mirando todo en derredor. Era una casa preciosa de dos plantas, con un enorme jardín que había podido admirar a pesar de estar ya oscuro. La fachada imponía, con su doble escalinata para llegar a la puerta principal, el lobby car y los altísimos pinos flanqueando la mansión. 

Por dentro no era menos imponente. Todo se veía de muy buen gusto, todo en su lugar, elegante, fino. Seguro que, si pasaba el dedo por cualquier superficie, éste no recogería ni la más pequeña mota de polvo, pensó con una sonrisa torcida.

—Sígame, por favor —dijo una mujer de mediana edad que llevaba un impecable uniforme, y con la gracia de una dama, lo condujo a través del vestíbulo hasta una preciosa sala de muebles blancos, con pinturas coloridas colgadas en las paredes y una hermosa araña de cristal pendiendo del techo que les regalaba su luz. 

Era asombroso cómo los ricos no sólo podían conseguir las cosas más finas, sino, también, hacerlas encajar unas con otras, pensó mirando la araña de cristal. Nada aquí parecía ostentoso o chabacano, y esa era una virtud que imaginaba que sólo las mujeres criadas en la alta sociedad eran capaces de conseguir.

—Señor Blackwell —dijo la voz de una mujer, y Jeremy se giró a mirarla. Era Lucile Hendricks, que bajaba por las escaleras mirándolo con una sonrisa cordial. Él se acercó a ella y le extendió su mano, y ella le dio la suya con la palma hacia abajo. Las mujeres de la alta sociedad tenían esta costumbre, recordó. Era como si esperasen que los hombres se arrodillaran y les besasen el dorso como en los tiempos antiguos. Él sólo la estrechó suavemente.

—Señora Hendricks… —Ella movió su mano señalando los muebles, y caminaron hacia allí. Lucile se sentó, y Jeremy hizo lo propio.

—Mi hija bajará en unos minutos. Está… preparándose.

— ¿Psicológicamente? —preguntó Jeremy sin sonreír. Imaginando que eso sólo podía ser una broma, Lucile rio quedamente.

—No se lo tome a mal. Ha sido un poco difícil para nosotras… por todo lo que hemos tenido que pasar.

—Imagino.

—Pensé que también vendría su hermano —dijo Lucile mirando hacia la puerta, como si el otro Blackwell sólo se hubiera retrasado un poco.




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