Un rey sin redención

2

Las flores caen marchitas por el frío de la noche

Hace tiempo que el crepúsculo acabó

Ahora sólo hay hielo y profunda oscuridad

Todo fue un sueño, todo, una ilusión

 

Linda Cameron bajó del auto de su amiga Jennifer y caminó con paso indeciso por el sendero que llevaba al enorme salón de baile que la escuela había alquilado para su fiesta de fin de curso.

Miraba al suelo, y su flequillo, y el resto del cabello rubio rojizo, tapaba gran parte de su rostro. Llevaba puesto un hermoso vestido de seda azul, zapatos altos, y un caro perfume de Cartier, pero lo que en verdad quería usar era una bolsa de papel sobre su rostro; hoy más que nunca.

—No va a funcionar —le advirtió Jennifer en voz baja, pero firme. Ella, como siempre, se veía radiante y llena de energía. Vestía de negro, y su piel casi brillaba; a veces la envidiaba—. Te van a ver en algún momento.

—Ya me estoy arrepintiendo de haber venido —dijo deteniéndose, sintiendo su respiración agitada—. Debería quedarme en la casa, ni siquiera hay alguien que me esté esperando ahí dentro.

—Esto ya lo hablamos, Linda —insistió Jennifer tomándole los brazos—. No estás aquí por nadie más que por ti misma. Es un regalo que te estás dando, un reto que debes asumir… ¿A quién le importan los idiotas de allá dentro? A la mayoría tal vez no los volvamos a ver, pero en ti quedará que fuiste una cobarde y preferiste esconderte en vez de dar la pelea, y esa no es mi amiga la valiente.

—Es fácil ser valiente cuando te ves bien.

—Yo te veo bien.

—Jennifer…

—Sé fuerte para ti misma. Sé bella para ti misma. Yo te acompañaré—. Linda cerró sus ojos con fuerza, y en un acto de valentía, levantó el rostro. Jennifer le sonrió—. Eres valiente, por eso te adoro.

— ¿A pesar de que… mi rostro se ve tan…horrible?

—Estás exagerando. Ya te he dicho que la mayoría de tus problemas se evaporarán tan pronto superes la adolescencia; tu acné desaparecerá y cuando cumplas cierta edad, podrás hacerte una cirugía en los ojos que te los dejarán como nuevos. Adiós gafas, adiós espinillas… pero si empiezas a esconderte ahora, y a sentirte menos, no habrá cirugía que pueda repararte—. Al ver la mueca desesperanzada que hacía Linda, Jennifer insistió—. Que nada ni nadie extinga tu luz. 

Linda bajó la mirada otra vez. El problema era no sólo que necesitaba llevar gafas; podía conseguir un modelo bonito que le dieran un buen aspecto. El problema era que las gafas, sumadas al problema de su piel, la hacían verse francamente horrorosa.

Su piel se había arruinado nada más entrar a la adolescencia. Por alguna razón, su acné no era el normal, ese donde te salen espinillas aquí y allá y sólo te avergonzaban un rato. No. Su acné era desproporcionado. Tal como decía Roxanne, no tenía más acné porque no tenía más cara. Le salían pústulas rojas y enormes por todas partes; la frente, la nariz, las mejillas, la barbilla, y a veces también el cuello y las orejas. Su padre la había llevado a los mejores dermatólogos, y habían gastado toda una fortuna en cremas y tratamientos, pero nada funcionaba permanentemente; parecía mejorar los primeros días, pero luego todo volvía a su estado anterior, o peor. 

Su cara era el recreo de las espinillas.

Para una joven que acababa de cumplir sus dieciocho años era el apocalipsis, algo que había ido mellando su autoconfianza, y un poco, su autoestima. 

A Jennifer ya la dejaban ir sola a fiestas, y seguro que a ella también se lo permitirían si tan sólo la invitaran. De repente, se había convertido en una especie de marginada sólo por tener la cara arruinada. Y no los culpaba, ella era… incómoda de mirar. 

A pesar de que era divertida, inteligente y se consideraba a sí misma una buena persona, ningún chico se le acercaba ni la invitaba a salir. Los que lograban traspasar el umbral de horror que provocaba el mirarla de cerca, decidían ser sólo sus amigos, y así habían llegado al final de la preparatoria, el día de la graduación.

Sólo Jennifer seguía a su lado, dándole siempre ánimo y confianza. 

Antes de todo esto, había estado en el club de debate, era su asignatura favorita, pero desde que esta costra roja había salido sobre su cara, ya no se sentía tan confiada.

—Peligro a las once —anunció Jennifer al traspasar la puerta que las llevaba al salón, y Linda miró en la dirección que le señalaba su amiga. Allí estaba Roxanne. 

Como siempre, estaba rodeada de su selecto grupo de amigos que sólo se dedicaban a adorarla y hacerle la pelota todo el santo día.

Roxanne no sólo era impactantemente hermosa, obviamente con una piel suave y sana, sino que tenía ese don especial de atraer a la gente y enredarla en su dedo meñique, de tal manera, que el que no fuera un poco más astuto que ella, terminaría seducido por su encanto y haciendo lo que a ella le daba la gana.

Y no ayudaba mucho a su ya elevado ego el que desde niña la hubiesen aceptado en una agencia de modelaje y que ya hubiese hecho varios comerciales. Su madre tenía como misión en la vida el posicionar a su hija en las más altas esferas del mundo artístico; todas las órdenes y consejos que le daba iban orientados en favor de su éxito como modelo. No era famosa aún, pero así se comportaba, y no paraba de decir que una vez arriba, se comería el mundo, y Linda no dudaba que eso fuera cierto, ella, en silencio, sólo esperaba que le diera indigestión.




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