Rachel se quedó en la habitación molesta consigo misma, repitiendo mentalmente lo ocurrido hasta quedarse dormida exhausta. A la mañana siguiente, Perla entró en la habitación de Fernando y, al ver a Rachel en la cama, se enfureció pensando lo peor. Salió de inmediato en busca de su hermano, pero no lo encontraba por ninguna parte. Después de buscarlo por largo tiempo, lo halló dormido en la biblioteca y, sin pensarlo, fue a despertarlo.
—¡Yo creí, hermano, que eras alguien decente, que tenías algo de raciocinio, pero ahora me doy cuenta de que eres sumamente estúpido! —gritó Perla, llena de ira.
—Perla… —dijo Fernando con voz cansada—. Si dejas de gritar, podré entender lo que me dices.
—No puedo contenerme. Creí que eras más pulcro y selectivo.
—Sigo sin entender de qué me acusas.
—Fernando, entré a tu habitación y vi a esa cualquiera acostada sin ropa en tu cama.
—Dios, cierto… bueno, hay una explicación —dijo acomodándose en el sillón.
—Pues déjame escucharla, que muero de ansias —replicó Perla.
—Verás —comenzó Fernando—, anoche llamó a mi puerta. Estaba a punto de dormir cuando sucedió. Me dijo que no se sentía bien y la dejé pasar. Conversamos sobre su malestar, y sí, nos besamos, pero si te preguntas si pasó algo más, no fue así. Yo salí de la habitación y ella debió haberse quedado dormida.
—Está bien… pero no me explicas por qué está sin ropa.
—No lo sé. Lo que haya hecho para dormir, no fui testigo de ello.
—Te dije que cerraras con llave la puerta, y mira lo que pasa cuando no me obedeces.
—Perdona. Te prometo que no volverá a suceder.
Perla salió de la biblioteca, todavía molesta, y se sentó en la sala principal. Rachel llegó con intención de hablar, pero Perla estaba demasiado enfadada.
—Mira, no sé qué finalidad tienes con mi hermano, pero mientras yo siga viva, eso no será posible. Yo me encargaré personalmente de ello —dijo Perla, con voz firme.
—No entiendo por qué me sigues viendo como alguien que te hizo daño. Ya pedí perdón por mi mala actitud en España. Solo busco reconciliarme.
—Podrás engañar a quien quieras, pero no a mí. Dale gracias a Dios por tener un corazón bondadoso, porque si fuera por mí, dormirías en el establo.
—Entiendo tu descontento, pero estoy aquí porque Don Andrés, tu abuelo, me dio autorización. Habló con Doña Lorena para aceptarme.
—Sigo sin entender qué es lo que buscas. Fernando te rechazó en España hace un año, y aún así no aceptaste su decisión. Casi lo llevas a la desgracia por tus caprichos.
—Sé que es tu hermano y lo conoces, pero a veces los deseos de alguien no son válidos para los demás.
—¿Quieres decir que intentarás que me ame a la fuerza?
—Claro que sí. Ambas sabemos que el amor no importa en el matrimonio, y ante tu familia, seré mejor opción que esa estúpida.
—A Fernando no podrás controlar. Podrá ser amable y hasta idiota a veces, pero nadie puede obligarlo a amar. Si entrega su corazón, será porque él lo desea, no tú.
—¿Y qué? ¿Piensas que ante tu madre Luisa sería la indicada? Solo piénsalo. Alguien como ella, con lo que ha pasado y cómo la trata la corte… créeme, no será así.
—¿Y tú crees que una inglesa sería mejor opción? —interrumpió Perla—. Sabes bien cómo es la situación con tu país. No creas que serás mejor que Luisa. No dejes que tu imaginación vuele, porque la caída será mucho más dura.
Rachel se levantó indignada y salió por la puerta principal. Perla se quedó en el sillón, riendo satisfecha.
Fernando llegó al lugar, pero no dijo nada. Tomó su violín y salió de la casa, adentrándose en el bosque, buscando inspiración y refugio en la música para calmar su mente agitada.
Los días pasaron y los padres de Fernando regresaron a la casa. Don Lorenzo se sorprendió al encontrarse con Rachel, pero su esposa, Doña Lorena, la recibió con gran agrado y calidez. Lo que más preocupaba a Fernando era que su madre pudiera considerarla como candidata para casarse, no solo con él, sino también con su padre.
Un día, mientras trabajaban juntos, Don Lorenzo preguntó con duda:
—Fernando, ¿es ella de quien me habías hablado?
Fernando negó por completo y le contó con sinceridad lo que había sucedido. Don Lorenzo se mostró aún más preocupado; entendió que Rachel no era una buena influencia para su hijo y que la situación podría derivar en un desastre.
Esa noche, Don Lorenzo habló con su esposa sobre su preocupación:
—Lorena, creo que Rachel debería regresar a España. No es cómodo para ella estar tanto tiempo lejos de su familia.
—Tienes razón —contestó ella—, pero me agrada mucho y creo que sería buena compañía para todos.
—No discrepo contigo, pero con quienes estamos aquí es suficiente.
—Además, no solo será bueno para nosotros, sino también para nuestros hijos. Sabes que nos hemos atrasado en conseguirles buenas parejas.
—Conoces a tus hijos. A Fernando ninguna mujer le agradó, y Perla… esa mujer es inquebrantable.
—Ese es precisamente el problema. Hemos cumplido con sus deseos, pero no sé tú, Lorena… mis padres obligaron a todos mis hermanos a casarse. Tú fuiste un buen candidato desde el inicio, y el amor surgió igual.
—¿Tus hermanos están contentos con las elecciones de tus padres?
—Solo Julia. Los demás dicen que su vida es un desastre, aunque intentan aparentar lo contrario.
—Por eso debes dejar que tus hijos decidan.
—La última candidata de Fernando era perfecta. Sus padres la amaban, un matrimonio destinado a un buen final.
—Piensas que las cosas son malas, pero… ¿le preguntaste a Fernando por qué no la quiso?
—No, no lo hice.
—No cometas el mismo error con esta joven inglesa. Podrá encontrar un buen marido, pero no será tu hijo.
—A menos que él consiga otra mujer que me impresione más, Rachel será con quien se casará, y ni tú, ni él, ni Dios mismo me harán cambiar de opinión. Buenas noches.