Fernando no sabía qué hacer, así que, sin decir nada, se dirigió a los establos y tomó su caballo para ir a toda prisa hacia donde se encontraba su padre. Estando abajo del edificio, comenzó a notar que la vista se le nublaba y sintió un mareo que lo hizo caer de rodillas al suelo. Los que estaban en la entrada intentaron ayudarlo, pero él los apartó. Con paso resonante se dirigió a la oficina de su padre. No tocó la puerta; la empujó con fuerza. David intentó detenerlo, pero no lo logró.
—Padre, no puedes dejar que mi madre controle mi vida.
—Buenos días, hijo —respondió con sarcasmo—.
—No entiendo por qué dejaste que eso pasara. Hablaste con Luisa en este mismo lugar y no te pareció malo.
—Sabes que ante tu madre no tengo la misma autoridad que con ustedes. No pude hacer nada.
—Hubieras hecho siquiera el intento.
—Lo hice, Fernando, pero tu abuelo está tan cegado con esa mujer que tu madre también cree que es buena opción.
—¿Mi abuelo tiene algo que ver?
—Él la envió en un inicio, Fernando. Tu madre la acogió sin siquiera preguntarte si la conocías. No pude hacer nada, entiende. Lo único en lo que te puedo ayudar es en autorizarte ante el rey. Solo así te librarás de ella o casándote con Luisa lo antes posible.
—¿Por qué no me habías dicho antes lo que mi madre planeaba?
—Ella lo guardó en secreto incluso para mí. Cuando me dijo que vendría, me dijo que era una prima lejana tuya. Tu madre también me engañó.
—Me casaré con Luisa, me iré de América y lo único que necesito de ti es el permiso del rey. Padre, ayúdame a salir de esto.
—Hijo —exclamó tomándolo de los brazos—. Yo quiero ser un buen padre para ti y creo que lo he sido. No te di la infancia que tu abuelo me dio a mí. Si de esa manera puedo ayudarte, lo haré. Promete que vendrás a visitarnos cuando puedas.
—Eres un buen padre. No puedo renegar de ti. Solo quiero que, como tú, mi madre me entienda.
—Tu madre no podrá, y no porque no desee, sino porque tu abuelo no la dejará tomar el camino que ella quiera y mucho menos el tuyo. Tendré listo el permiso en unos días. Tengo otros asuntos que atender, hijo; soporta un poco más. Si no quieres que te encuentren, ve a Italia, busca a tu familia, a tus primos y tíos. Me encargaré de que estés en un buen lugar.
—Italia, entonces —exclamó, viendo al suelo, quitándose el sombrero y rascándose la cabeza—. Si quieres que las cosas sean así, primero tendré que irme con Luisa. Luego regresar a España después de unos años y que la petición entre en facto.
—Si puedes hacerlo, Fernando, hazlo —dijo su padre, recostándose en una mesa—. Si tienes el coraje que yo no tuve contra tu abuelo, no lo pienses.
—Primero creo que tendré que casarme con Luisa en España; será público ante toda la corte y no podrá hacer nada nadie. Ni mi abuelo, ni Rachel, ni mi madre, ni nadie.
Don Lorenzo asintió con la cabeza. Fernando se colocó de nuevo su sombrero y salió a toda prisa a tomar su caballo y regresar a su casa. Cuando ya estaba dentro, subió apresurado para ver si encontraba a Luisa en su habitación, pero no había nadie. Bajó y le preguntó a una de las criadas; ella le respondió que estaba con Perla en los establos. Fernando agradeció y salió a toda prisa a su encuentro, pero la encontró sola, hablando con una mujer. De lejos, solo escuchó la conversación: parecía una plática normal, con preguntas comunes. Luego llegaron un par de niñas y comenzaron a tocar el cabello suelto de Luisa.
Por la ranura de unión de las tablas, Fernando observó que Luisa se sentó en el suelo y que las niñas le hacían dos trenzas. Perla tocó el hombro de Fernando y dio un brinco por el susto.
—¿Quiero que me digas qué te dijo nuestra madre? No guardes detalles.
—Luisa, por el amor de Dios… Casi me matas del susto.
—Ya, pero primero cuéntame lo que te dijeron. Luego muere si quieres.
—Bien —dijo alejándose del establo, sin antes mirar una última vez a Luisa—. Verás, mi madre quiere que me case con Rachel. Me dijo que ya se estaban haciendo los arreglos en España.
—Mi madre solo sigue viva por la gracia divina. No puedes hacerlo. Tienes que encontrar otra opción, Fernando.
—Hablé con nuestro padre y me dio el permiso de salir del continente, casarme con Luisa en España y luego desaparecer.
—Si eso vas a hacer, estás gastando tu tiempo hablando conmigo. Ya deberías estar empacando tus cosas e irte.
—Esperaré a que Luisa se sienta lista para irse. Creo que se enamoró de este lugar.
—¿Cómo está eso de que ya están haciendo los preparativos? ¿A quién se refirió?
—A nuestro abuelo. Parece que con toda la intención del cortejo la envió a nuestra casa y nuestra madre accedió. Creo que todo es solo un plan de nuestro abuelo, y sabe Dios lo que quiere.
—Lo sabía. Lo noté el día que llegó a dejar la invitación de su tío. Nuestro abuelo fue más hospitalario. Te joderá la vida, Fernando. Lo primero que tienes que hacer es casarte en cuanto llegues.
Justo entonces, Luisa tomó por la espalda a Fernando y preguntó de qué hablaban, pero él no le respondió y se alejó de Perla junto con Luisa. La llevó justo debajo de un árbol frondoso y grande que había en el terreno. Fernando se quitó la casaca y se recostó. Luisa se tumbó a su lado. Mientras ambos miraban las verdes hojas del árbol moviéndose con el viento, Luisa tomó uno de los mechones del cabello castaño de Fernando y comenzó a jugar con él. El momento era bueno y tranquilo para ambos. Luego, Fernando se sentó y Luisa hizo lo mismo. Ella se acercó y apoyó su cabeza en el hombro de Fernando, mirando aquella pequeña llanura y las verdes colinas delante de ellos. Fernando, impaciente, preguntó:
—Luisa, ¿quisieras hacer una vida conmigo?
—Tu pregunta es ridícula, Fernando. La respuesta es muy obvia y me gustaría que fuera lo más pronto posible.
—Entonces, ¿qué esperamos? —dijo, volteando a verla—. Huyamos a España, casémonos allí ante la mirada de todos y luego nos escondemos en el resto de Europa.