Domenico
Despierto sobresaltado. La luz entra con fuerza a través de las grandes ventanas de mi dormitorio, agrediéndome como si quisiera castigarme. Intento abrir los ojos, pero mis párpados pesan. Me siento desorientado. Mi cabeza late con un ritmo extraño, como un tambor distante que me recuerda que la noche anterior fue todo, menos común. Alguien se mueve a mi lado. Siento el calor de un cuerpo que no debería estar ahí. Inhalo hondo, intentando centrarme. ¿Qué demonios está pasando?
Giro un poco la cabeza y ahí está. Una mujer. Una joven, más bien. Su cabello negro cae sobre la almohada, un contraste perfecto con la tela blanca de mis sábanas. Me quedo paralizado. Nunca, en todos mis años, he traído a una mujer a mi casa. Jamás. Mi hogar siempre ha sido mi refugio, un espacio exclusivo para mí, mi soledad y mis silencios. No soy el tipo de hombre que comparte su intimidad con cualquiera, mucho menos con alguien a quien no reconozco.
Me incorporo de golpe, como si mi cuerpo reaccionara antes que mi mente. El movimiento provoca que ella se remueva incómoda, y por un momento su rostro queda completamente visible. Me quedo congelado. Es joven, sí, pero no una niña. Dulzura y misterio se mezclan en sus facciones, y de pronto me golpea un recuerdo punzante: sus labios. Labios suaves, pecaminosos y que saben a cerezas.
Cierro los ojos un momento, intentando recordar. Todo comienza a encajar, pero no lo suficiente para calmar mi desconcierto. La noche anterior... el bar. Estaba entrando a ese lugar ruidoso, con el objetivo de tomar una copa tras mi regreso a esta ciudad, cuando ella chocó contra mí. Apenas me dio tiempo de reaccionar, pero fui lo suficientemente hábil como para evitar que terminara en el suelo. Mis manos la sujetaron de las caderas con firmeza, y ahí fue cuando la vi realmente. Ojos verdes, enormes e impresionantes. Ojos que me traspasaron y, lo más extraño, que estaban llenos de lágrimas.
Yo, un hombre frío, calculador y distante, sintiendo pena por una desconocida. ¿Qué clase de locura fue esa? Pero no pude evitarlo. Algo en ella me perturbó, me inquietó. Había desesperación en sus gestos, un intento frenético por escapar de algo o alguien. Traté de ayudarla, de manera instintiva. Le ofrecí pedir un taxi, como buen caballero, pero ella dijo que prefería caminar. ¿Caminar? En esa zona y a esa hora. La sola idea me resultó absurda.
Aun así, la joven intentaba esquivarme, como si yo fuera una molestia más en su caótica noche. Noté en ella una mirada recelosa, como si algo en mí no le gustara, aunque ni me conocía. Esa pequeña chispa de rechazo, irónicamente, me intrigó más. Así que me atreví a invitarla a un café. No podía dejarla sola, no en ese estado, y mucho menos con esa mirada vacía que me perturbaba. Para mi sorpresa, aceptó. ¿Por qué? No tengo idea.
La llevé a una cafetería cercana, moderna y elegante, donde a esas horas solo quedaban mesas vacías, luces tenues y el sonido sutil de la lluvia golpeando los ventanales. El lugar es minimalista, de tonos grises y negros, con asientos de cuero y una barra impecable que refleja el lujo de una ciudad que nunca duerme. Allí, sentados frente a tazas de café que apenas tocamos, la tensión entre nosotros creció. Apenas cruzamos palabras, pero nuestras miradas lo decían todo.
No terminó en café. Afuera, la tormenta había tomado fuerza. Le ofrecí llevarla a su departamento. Ella aceptó sin pensarlo dos veces, y fue entonces cuando me dije que la noche estaba tomando un giro peligroso. Caminamos dos cuadras bajo la lluvia hasta mi coche, que había dejado estacionado frente al bar. Subí al asiento del conductor y, al girar la cabeza hacia ella, perdí el control. Estaba empapada, el vestido dorado de lentejuelas pegado a su piel como si fuera una extensión de su cuerpo. Sus labios entreabiertos, sus pestañas empapadas... No pude contenerme.
La besé. No fue planeado, ni siquiera consciente. Al principio, ella titubeó, y por un segundo creí que había cometido un error. Pero luego... luego cedió. Sin darme cuenta, la tenía sobre mis piernas, y fue así como llegamos a mi departamento. Bajamos entre besos y caricias desesperadas, completamente empapados. Apenas cruzamos la puerta y todo se descontroló. No recuerdo mucho más allá de cómo sus labios sabían a cerezas y cómo su cuerpo encajaba perfectamente con el mío.
Ahora, aquí estoy. Sentado al borde de mi cama, mirándola mientras duerme. Despierta en mí una mezcla peligrosa de deseo y desconcierto. La luz de la mañana realza la delicadeza de su piel, la curva de sus hombros expuestos y ese cabello oscuro que parece un halo a su alrededor. ¿Cómo llegué a esto? No sé ni su nombre, y eso me molesta. Solo sé que fue una noche diferente. Una bienvenida inesperada a esta ciudad que ya no reconozco.
La observo un poco más, incapaz de evitarlo. Ruego en silencio que sea mayor de edad, aunque su seguridad y ese halo de misterio que la rodea me dicen que no es una niña. Mi mente sigue llena de preguntas, pero el eco de la noche pasada aún vibra en mi cuerpo. No puedo negar que me gustó. Me gustó demasiado.
Despierta. La siento moverse a mi lado antes de abrir los ojos por completo. Apenas un susurro en la cama, como si su cuerpo ligero apenas rozara las sábanas. Se estira despacio, con una pereza encantadora, y cuando abre los ojos, la habitación se ilumina de un verde extraño, imposible de definir. ¿Verde grisáceo? No sé qué demonios son, solo que me atrapan. Busca con la mirada, primero en la almohada, luego hasta donde estoy yo, sentado junto a ella. La sábana cubre mi cintura hacia abajo, mi torso queda desnudo y soy consciente de que me estudia, descarada y sin reparos.
Su mirada es atrevida, demasiado atrevida. Me desnuda más de lo que la noche pasada lo hizo. Bosteza y se estira como un pequeño gato mimado. Me sorprende lo dulce que puede parecer con ese gesto. Luego se cubre con la sábana y se retuerce de frío, dejando escapar un suave quejido. La observo, un nudo en mi estómago. ¿Qué demonios haces aquí, Domenico?