Un Trato Obsceno

Bienvenida sea la complicación

Domenico

Me recargo en la barandilla de la terraza, sintiendo el viento acariciar mi rostro mientras observo la ciudad que se extiende como un tapiz iluminado ante mis ojos. El nuevo hotel está casi terminado y este lugar, pensado como un restaurante-terraza, promete ser la joya de la corona. Con paredes de cristal que permiten una vista de 360 grados, brilla bajo las luces del atardecer y anticipa las noches vibrantes que vendrán. Cada detalle parece cuidadosamente diseñado: las mesas redondas con acabados metálicos, las sillas de estilo moderno tapizadas en tonos grises y la tenue iluminación que va encendiéndose de forma gradual según cae la tarde.

Sin embargo, mi atención no está en el esplendor arquitectónico ni en la perfección de los materiales. Mi mirada va directamente hacia Daisy, que me acompaña en silencio. Su vestido celeste flamea con la brisa, delineando su silueta. Se arremolina a la altura de sus rodillas, y puedo ver cómo ella intenta sujetarlo discretamente. Hay algo hipnótico en la mezcla de su suavidad y esa determinación que se dibuja en su rostro.

—Es una vista espléndida, ¿no crees? —rompo el silencio, mi voz firme, con un matiz de cercanía que espero la descoloque un poco.

—Sí, lo es. —responde ella, sin apartar la mirada de los edificios que se dibujan a lo lejos.

Me acerco unos pasos, sintiendo el movimiento del viento soplar con más fuerza a medida que la noche avanza. Cuando estoy lo bastante cerca de ella, Daisy se gira hacia mí, y noto un leve temblor en sus labios. La situación la pone nerviosa; lo sé, y lo uso a mi favor.

—Te lo repito: sería un trato en el que ambos salimos ganando. —comento, apoyando un codo en la barandilla, inclinándome levemente hacia su espacio personal.

Ella frunce el ceño.

—No lo veo tan simple, Domenico. Tenemos familias que podrían terminar enfrentadas. Además, está… —traga saliva. —Tu sobrino...

—Oh, Felipe —respondo con una mueca de fastidio. —Mi sobrino se las arreglará. Nunca ha sido precisamente un modelo de estabilidad, y para ser franco, tú y yo sabemos que lo vuestro estaba acabado antes de empezar. —los ojos de Daisy se entornan con desconfianza.

—Eso no lo hace menos complicado. —niego con la cabeza, dejando escapar un suspiro.

Siento el impulso de acercarme más, de capturarla en ese espacio reducido entre mi cuerpo y la barandilla. El cielo se tiñe de un tono rosado mientras el sol se sumerge en el horizonte, y las luces de la ciudad parpadean con mayor fuerza.

—No tienes por qué complicarlo, Daisy —digo, bajando la voz, como si estuviera a punto de compartir un secreto. —Solo tienes que aceptar que trabajaré contigo codo a codo. Lo quieras o no, esta asociación ya es un hecho.

Ella mira hacia abajo, donde el salón principal del restaurante se encuentra en penumbras. Todavía faltan los toques finales: la instalación de lámparas de diseño, la preparación de la cocina de exhibición, y cada mesa cuidadosamente dispuesta para que los clientes admiren la vista mientras cenan. Daisy se muerde el labio, como si buscara una excusa para escapar.

—Mi familia no lo entendería —murmura. —Ni la tuya. —habla de mi hermano, mis padres si lo harían, ellos siempre han sido benevolentes.

—Mi familia no manda en mis decisiones —aseguro, encogiendo los hombros. —Y la tuya… bueno, tu padre parece haber dejado de lado a mi sobrino. Eso ya es un avance, ¿no? —me lanza una mirada dura.

—No hables como si supieras lo que mi padre piensa o deja de pensar. Él solo quiere protegerme. —por eso echo a Felipe de su restaurante.

—¿Y tú? —me permito un paso más cercano, de modo que mi brazo apenas roza el suyo. —¿Qué quieres tú, Daisy? —la miro a los ojos, esos que cautivan.

—Quiero… —titubea, respirando hondo. —Quiero que dejes de ponerme en esta posición... —le dedico una leve sonrisa.

—La posición la eliges tú. Siempre puedes decir que no, marcharte y dejar que otro se ocupe del restaurante. —jamás daría el brazo a torcer, se la ve bien terca.

Daisy niega con la cabeza, mirando al cielo por un instante. Su vestido se ondula con la ráfaga de viento que sopla desde el norte, y me percato de que un par de mechones de su cabello se le escapan del recogido, rozándole la mejilla. Maldita sea, es tan hermosa que duele.

—Sabes que no puedo hacer eso —admite, manteniendo la voz firme. —Mi padre confía en mí y yo amo la cocina. Este proyecto es importante para los Cooper. —me aprovecho de la situación. Debería sentirme mal, solo que si consigo lo que quiero, no tengo culpas.

—Ahí lo tienes. No es tan difícil —hablo, y me acerco al barandal, rodeándola suavemente para ubicarme tras ella. —Trabaja conmigo. Hagamos de este lugar una verdadera obra maestra culinaria. —intento sonar profesional, como si mi único interés fuera el restaurante.

—¿Y el resto de tus condiciones? —pregunta, con un hilo de voz.

Aprovecho la cercanía para acorralarla un poco más, situándome detrás de su cuerpo mientras apoyo ambas manos en la barandilla a cada lado de ella. Siento cómo se tensa, pero no retrocede ni un milímetro. Desde aquí, la vista a la ciudad es aún más magnífica, con las avenidas llenas de luces que se encienden como luciérnagas en la oscuridad creciente.

—Mi única condición —susurro, inclinándome para que me escuche. —Es que no me pongas excusas. Ni tu familia, ni la mía, ni Felipe. —aprieta los labios en una fina línea.

—¡No es tan sencillo! —exclama, y sus ojos brillan con una mezcla de rabia y deseo que me hace sonreír.

—Claro que sí. —replico, con esa seguridad que a veces puede resultar abrumadora. —Al final, lo único que importa es lo que deseemos tú y yo. —susurro con voz grave y gruesa.

El viento sopla con una fuerza leve, suficiente para ondear su vestido celeste y crear la impresión de que todo se mueve a nuestro alrededor. Su perfume se mezcla con el aire, provocándome un vértigo agradable, un cosquilleo de adrenalina que corre por mis venas.




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