Un Trato Obsceno

La fina línea de la verdad

Domenico

Entro a mi apartamento con Daisy caminando detrás de mí, su respiración aún agitada por lo que ocurrió en la cocina del nuevo hotel. No sé si es el cansancio, el miedo o ambas cosas mezcladas, pero siento su presencia de manera especial esta vez. Cierro la puerta con suavidad, sin hacer ruido, como si temiera romper el tenue equilibrio que nos mantiene en la misma habitación. La observo de reojo, y me percato de que ella sigue tensa, con los brazos cruzados sobre el pecho.

—Siéntate. —le indico, señalando el sofá de cuero negro que ocupa el centro de mi sala de estar.

Daisy avanza con pasos vacilantes. Noto cómo sus ojos recorren el lugar: paredes de tonos grises, muebles minimalistas, grandes ventanales que dan a la ciudad. Una vista privilegiada, aunque ahora su atención parece enfocada en otra cosa: su propia confusión. Ni siquiera se fija en los cuadros modernos que cuelgan de las paredes, un capricho que adquirí hace años cuando el arte aún me interesaba.

»¿Quieres un café? —le pregunto, intentando suavizar el ambiente.

—Sí, por favor. —responde, su voz es apenas un susurro.

La veo sentarse en el borde del sofá, con la espalda recta, casi como si estuviera lista para salir corriendo a la primera señal de peligro. Sus manos juguetean entre sí, y me pregunto si está recordando la escena con Felipe, tan violenta y desesperada. Debió de ser un gran susto, pienso, mientras me dirijo a la cocina abierta que conecta con la sala.

Pongo la cafetera en marcha y, mientras el aroma del café comienza a llenar el aire, mi cabeza se inunda de pensamientos. Felipe ha llegado demasiado lejos. Para acorralar a Daisy de esa manera, debe estar realmente desesperado, y no solo por amor. El dinero de los Cooper es un anzuelo demasiado suculento para un hombre que ve cómo su fortuna y la de su padre se han ido por el desagüe.

»Malgastaron no solo sus propios fondos —murmuro, recordando las cifras que vi en los libros de contabilidad. —Si no también parte de mi capital. —el sonido de la cafetera burbujeando me devuelve al presente.

Cierro los ojos y exhalo con lentitud. Sé que no voy a perdonarles ese error, pero por ahora tengo otros asuntos más urgentes: Daisy sigue conmocionada, sentada en mi sala, y no voy a dejar que se hunda en el miedo.

El café termina de hacerse y sirvo dos tazas. Cuando estoy a punto de llevárselas, escucho su voz.

—Domenico…

Pronuncia mi nombre tan suavemente que se me eriza la piel. Me apresuro a tomar las tazas y cruzo la corta distancia hasta la sala, sintiéndome como un perro que acude al llamado de su loba. Es ridículo y, sin embargo, muy real. Ella me enciende de una forma que no logro explicar.

—Aquí tienes —le digo, tendiéndole la taza.

—Gracias. —murmura, con la mirada algo triste, al mismo tiempo nerviosa.

Me siento junto a ella, dejando un espacio prudente entre ambos, aunque mi impulso me dice que la rodee con mis brazos y le asegure que nada malo volverá a pasar. Pero no puedo precipitar las cosas; Daisy no es una mujer que se deje embaucar fácilmente.

»No deberíamos estar aquí —dice de pronto, mirando al frente, evitando mi mirada. —Quiero decir… yo, en tu casa. No es apropiado.

—¿No es apropiado? —repito, fingiendo sorpresa. —¿Por qué lo dices?

—Porque… —toma aire. —Eres el tío de Felipe. Soy la hija de los Cooper. Hay muchos ojos puestos en nosotros. —musita, pensando en cada detalle.

—Que nos vean, entonces —me encojo de hombros, bebiendo un sorbo de café. —¿Realmente te importa lo que piensen? —frunce el ceño, tensa.

—No se trata solo de lo que piensen, sino de lo que puede ocurrir. No quiero más problemas. —nadie se preocupa tanto por mí como ella.

—¿Te parecen problemas tomarte un café conmigo? —inquiere mi voz con un tono de suave ironía. —Además, ya me he ganado unos cuantos enemigos en mi vida, un par más no marcará la diferencia. —Daisy me mira de soslayo, como si no entendiera mi despreocupación.

—Lo dices porque no eres tú quien recibe amenazas veladas de todas partes. —gruñe, supongo recordando a Felipe.

—Bueno, tampoco es que tú seas una santa inmaculada —le suelto, sonriendo con un atisbo de diversión. —¿O me vas a negar que sabes cómo jugar al límite? —sonrío con diversión.

—No es el punto —exclama, con cierto enojo en su tono. —El punto es que… que no quiero verte metido en un problema con tu familia por mi culpa. —y sigue protegiéndome.

—No me estoy metiendo en nada que no quiera —respondo, subiendo ligeramente la barbilla. —A fin de cuentas, esto no es más que un café. —le guiño un ojo.

—Haces que todo parezca tan sencillo… —suspira, rozando el borde de la taza con los dedos.

—Porque lo es —sentencio, con seguridad. —Si lo que pasó con Felipe te preocupa, yo me encargo. —me mira de frente por primera vez, con el ceño fruncido.

—No necesitas hacerlo. Puedo enfrentar sola a mi ex novio. —no estoy seguro de eso, solo que no se lo voy a decir.

—Eso no lo dudo, mocosa —replico, enredando mi mirada en la suya. —No me pidas que me quede de brazos cruzados cuando alguien te acosa.

Daisy se sonroja un poco ante mi apelativo, y yo no puedo evitar sonreír. Conozco ese gesto. Es la rabia, la confusión y el deseo mezclados en un solo instante.

»Vamos a disfrutar del café, ¿de acuerdo? —propongo, cambiando de tema antes de que la conversación estalle. —Hoy ha sido un día complicado, y te aseguro que vendrán más complicaciones. Al menos, tomémonos un respiro.

—Eso sí puedo aceptarlo —responde, bebiendo un sorbo. —Mmm… está bueno.

—¿Ves? Puedo hacer algo decente además de malgastar mi fortuna en lujos —bromeo, intentando aligerar el ambiente.

Ella suelta una risa suave, casi imperceptible, pero suficiente para que yo sepa que he dado en el blanco. Se recuesta un poco en el sofá, más relajada. Misión cumplida. Ha vuelto a ser la Daisy segura de sí misma, al menos por un momento.




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