Un Último Vals

CAPÍTULO 1

Isabel

20 de diciembre de 2013, 5:30 p. m.

El avión se sacudió ligeramente al tocar tierra en el aeropuerto de Viena. Miré por la ventanilla: la ciudad se extendía ante mí como un mar de luces que parpadeaban en la oscuridad. Una mezcla de emoción y nerviosismo me invadía.

Señores pasajeros, bienvenidos a Austria. Les pedimos que permanezcan sentados hasta que el avión se detenga por completo y se abran las puertas -anunció una voz amable en inglés, aunque con un tono algo robótico, a través de los altavoces.

Después de meses planeando cada detalle, por fin estoy aquí. Estiro un poco los hombros y el cuello para liberar la tensión de las doce horas de viaje.

La próxima vez, pagamos primera clase.

Estas son las consecuencias de buscar el pasaje más barato: me tocó un niño detrás que no paró de patear el asiento y un señor al frente que roncó todo el trayecto. Sin duda, el mejor viaje.

Respiro hondo, tratando de calmar las mariposas que revolotean en mi estómago, y me abrocho el cinturón por última vez. El avión se desliza suavemente hasta detenerse, como un suspiro.

Por lo menos, no terminé vomitando.

Al salir, me dirijo a migración para que me sellen el pasaporte. Todo está en orden, y me permiten continuar hacia la zona de equipaje.

A mi alrededor hay personas de distintas nacionalidades: rusos, estadounidenses, españoles, asiáticos, italianos... y la lista sigue.

Recojo mis maletas - que agradezco hayan llegado con el avión- y camino hacia la salida, en busca de mi tía. Me siento como una extranjera en un mundo desconocido, una pieza diminuta en un rompecabezas inmenso. Pero, al mismo tiempo, hay algo en esta ciudad que me atrae, una especie de magia que me invita a descubrirla.

— ¡Ah! ¡Isa! ¡Por aquí!

Me giro y veo a una mujer sonriente sosteniendo un cartel con mi nombre. ¡Ahí está! El tiempo no ha pasado por ella; sigue teniendo el mismo rostro radiante que recuerdo.

— ¡Tía! —exclamo, lanzándome a abrazarla. Suelto las maletas, que casi caen al suelo.

—¡Mi niña, cuánto has crecido! —dice con los ojos llenos de lágrimas mientras me aprieta entre sus brazos-. Te extrañé tanto.

—Yo también te extrañé, tía —respondo con la voz entrecortada, sintiendo una calidez que me reconforta—. Es tan bueno verte de nuevo.

—¿Qué tal el viaje? ¿Te trataron bien? —pregunta mientras me examina rápidamente—. ¿Pudiste descansar? ¿Tienes hambre?

Se nota que es familia.

—Pero claro, seguro debes estar hambrienta y...

—Tía, estoy bien -la interrumpo con una sonrisa y empiezo a responder sus preguntas—. El viaje estuvo bien, a pesar del niño que tenía detrás —arrugo un poco el gesto al recordarlo—. Y comí algo en el avión, así que puedes estar tranquila.

—Bueno, si es así, vámonos de aquí —dice, y me ayuda con una de las maletas mientras empezamos a caminar.

Mientras atravesamos el aeropuerto, mi tía me habla de su vida en Viena.

—Llevo aquí más de trece años, pero sigo enamorada de esta ciudad como el primer día -dice con una sonrisa-. Es hermosa, llena de vida, siempre hay algo por descubrir. Estoy segura de que te va a encantar. Te preparé una habitación preciosa, con una vista increíble.

—Eso espero —le respondo, sonriendo.

Antes de salir, saco mi chaqueta y me la pongo. Al fin y al cabo, decidí venir a Austria en pleno invierno. Menos mal que vine preparada... además, aproveché para quitarle unos kilos a la maleta y ponérmelos encima.

Ya afuera, mi tía me señala un coche rojo aparcado en la entrada.

—Ese es mi coche —dice—. Vamos, sube. Te llevaré a casa.

Después de acomodar las maletas en el maletero, subimos y salimos del estacionamiento rumbo a la ciudad.

Miro por la ventanilla mientras nos alejamos del aeropuerto. Las luces de Viena brillan bajo el cielo estrellado. Los edificios antiguos, iluminados con tonos cálidos, crean un ambiente casi mágico.

— Tengo planeado tantas cosas para hacer en estos tres meses — comenta, interrumpiendo el silencio y sacándome del trance en el que me encontraba.

—¡Sí! —respondo con entusiasmo-. Aún no puedo creer que de verdad estoy aquí.

— Me recuerdas a mí cuando llegué por primera vez. Tampoco me lo creía.

Las imágenes de internet no le hacen justicia a lo que veo. Observo a las personas que caminan abrigadas de pies a cabeza; hasta sus mascotas llevan chaquetas para protegerse del frío.

Parecen malvaviscos.

Después de una hora de trayecto —durante la cual mi tía me fue contando los lugares que visitaremos— llegamos al apartamento. Me dirigí directamente al cuarto de huéspedes para acomodar mis cosas.

Al abrir la puerta, me encontré con una habitación que me sorprendió gratamente. Las paredes blancas y el suelo de madera le daban un aire cálido y acogedor. Una cama matrimonial, con un edredón de plumas que invitaba al descanso, ocupaba el centro del cuarto. Pero lo que más me llamó la atención fue el techo inclinado, coronado por una ventana que ofrecía una vista increíble de la ciudad.




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